Ahora que Hillary Clinton felicitó a nuestra Presidente por su triunfo electoral (versión en castellano / versión en inglés; la que está en inglés es un poquito más entusiasta) y se congratuló porque el Presidente de los EE.UU. tendrá una audiencia bilateral privada con Cristina Fernández en la muy próxima Cumbre del G20, tal vez sea oportuno repasar algunos elementos de la realidad política, de la estructura de decisiones de la que Barack Obama ocupa la máxima expresión institucional.
Aclaro que no pretendo asesorar a Cristina, por dos motivos: porque estoy seguro que tiene consejeros más capacitados que yo, y porque no creo que le sobre el tiempo para leer este blog. Mi idea es aportar a la discusión entre nosotros, enfocando factores que influyen en forma permanente en la política estadounidense hacia países como el nuestro, sin ponerme a especular sobre los motivos que impulsaron a Obama a proponer la reunión.
Esto se lo dejo a imperiólogos como Atilio Borón, que imagina aquí los siniestros motivos posibles (Francamente, no se me ocurre por qué habría de tener otra motivación que la de servir a lo que perciba como intereses de su país. Ese es su trabajo. Hasta me parece un poco racista, pensar que por ser negro sería revolucionario o al menos progresista, como si le exigieran que tuviera un gran sentido del ritmo). Por mi parte, me atengo al comentario que le hicieron en la embajada, con un fuerte acento yanqui, a un amigo mío «El pueblo ha hablado; y creemos que es tiempo de empezar una nueva etapa en el diálogo«.
(Probablemente mi amigo y comentarista habitual Eddie estaría en mejores condiciones para escribir este post. Pero yo tengo una única ventaja sobre él: No soy un activista comprometido del Partido Demócrata de los Estados Unidos).
Ante todo, quiero rescatar un lugar común de los análisis que se hacen aquí sobre la política exterior yanqui: «En el fondo, no hay diferencia entre Demócratas y Republicanos». Porque es cierta, aunque debemos matizarla en un aspecto. En la política norteamericana, más allá de los discursos encendidos que se hacen para juntar los votos de determinados electorados, cubanos expatriados, judíos pro-Israel, en algún tiempo irlandeses inmigrantes, … hay una fuerte tradición que «La política termina en la orilla del océano«. Eso es posible en un país con un acendrado patriotismo, y con un fuerte componente aristocrático (por todo el etos antiintelectual y populista) en su sociedad.
Si dije que hay que matizar esto, es porque en los últimos años se ha acentuado un enfrentamiento muy amargo en su seno. El empobrecimiento relativo de los sectores medios y bajos, el desempleo, y, más que eso, el descenso en la calidad del empleo provoca malestar. También se percibe un problema cultural no resuelto, con una parte muy numerosa del pueblo norteamericano que cree en los valores de una «América», que la anomia y el escepticismo moderno destruyen. Y que ven en el Partido Demócrata, sobre todo en la elite liberal que lo respalda, privilegiados sin patriotismo. El Tea Party, aunque le pese a Laclau, es simplemente la expresión más reciente de un populismo de derecha, con una fuerte tradición de casi 200 años en la política norteamericana.
Eso no se refleja en la política exterior, más allá de una fobia antiinmigrantes, ni lo hará en el futuro cercano. Los precandidatos republicanos para el 2012 no anuncian políticas distintas de la de Obama (Puede no gustarnos, pero no es posible ignorar el hecho que la gran mayoría de su pueblo considera a la caída de Gadafi, los asesinatos de Osama Bin Laden y de líderes de Al-Qaeda como éxitos de Obama).
Pero la dirigencia argentina, y la sudamericana en general, hará bien en no comprometerse con actitudes que la embanderen en la lucha política interna en los EE.UU. Porque es muy posible, aunque no inevitable, que sus enfrentamientos se agraven con el tiempo.
El otro factor que me parece decisivo en la política exterior yanqui es que, salvo cuando hay motivos muy específicos para tomar decisiones puntuales de envergadura – motivos de seguridad, de equilibrio geopolítico o de acceso al petróleo – los EE.UU. prefieren, en lugar de tratar «caso por caso», sostener una política general acorde con sus intereses estratégicos de largo plazo.
En esto siguen las lecciones de su «madre patria» Inglaterra, que, el ejemplo tal vez más importante, mantuvo en los 120 años que transcurrieron entre la caída de Napoleón y la Gran Depresión de 1930 una política consistente de apoyo al libre comercio en todo el mundo (Con algún coqueteo con las «preferencias imperiales» a la vuelta del siglo). A pesar que también significaba una pérdida para la vieja nobleza terrateniente, como David Ricardo no se privó de señalar.
¿Cuál es el punto? La actual etapa del sistema de capitalismo financiero global fue edificada desde la década de los ´70 del siglo pasado, en particular a partir que Richard Nixon decretó la inconvertibilidad del dólar en 1971, con la participación decisiva – no excluyente, claro – del gobierno de los Estados Unidos (Si alguien plantea que «en realidad» no fueron los EE.UU., sino «una oligarquía financiera que…» voy a pedir que indiquen cuál es el otro actor que representa a los «verdaderos Estados Unidos». Y si me dicen que Lyndon La Rouche, no los voy a tomar en serio).
Ese conjunto de intereses y de reglas de juego, y de leyes de patentes, fue apoyado consistentemente y con dureza por el gobierno yanqui en casi todas las circunstancias. A pesar que implicó una progresiva desmantelamiento de sectores muy importantes de su economía, y de la pérdida de la mayor parte de los puestos de trabajo en esas áreas (repasando datos demográficos para un post reciente, encontré que Detroit, la legendaria capital del automóvil, perdió un 25 % de su población en los últimos 10 años!).
Es cierto que uno tiene la sensación que la clase política norteamericana, en su conjunto, sostiene sus dogmas como menos… terquedad que la exhibida por sus equivalentes europeos. Pero será conveniente que tengamos muy presente que no abandonarán sus políticas estratégicas – siguiendo las cuales presenciaron el derrumbe de la Unión Soviética y quedaron como la única Hiperpotencia militar – por la exhortación, bien intencionada o no, de presidentes «latinos». Nuestro objetivo de máxima, en esta parte del continente americano, sólo puede ser el de defender nuestros intereses en una dura, aunque educada, negociación. Sin olvidar nunca que el realismo «anglo» respeta a los fuertes y desprecia a los débiles.