Sigue la saga del desarrollo atómico argentino. Y Daniel Arias sigue empeñado en su tarea casi quijotesca de la reivindicación del Vicealmirante Carlos Castro Madero. O, para ser precisos, de su obra. Es por eso que la ilustración del posteo no es una imagen del hombre, sino de un elemento de una central nuclear.
Por mi parte, la alusión a Jekyll y Hyde en el título no se refiere a él. No tenía una doble personalidad. Era una sola y compleja. Con Jekyll y Hyde, la obra de Stevenson, aludo a las Fuerzas Armadas argentinas, y su papel en nuestra historia.
55. Hasta mi suegro lo quería

Elemento combustible de la central nuclear CAREM. Hemos sido el cuarto país del mundo en dominar la metalurgia del circaloy. Y gracias a gente que Castro Madero salvó de la muerte.
Tengo más para contar de Castro Madero, el portero atómico que no fue. También lo apreciaba hasta mi suegro, el ingeniero Ricardo Artal, un socialista romántico “de los de antes”, antimilitarista esencial.
Artal fue jefe de mantenimiento de la mayor textil sudaca y luego se fundió tratando de vender viviendas populares hechas con tecnologías de construcción entonces novedosas y “márketing comunitario”. La economía del post-Rodrigazo no daba para replicar la cooperativa “El Hogar Obrero”, y la de Martínez de Hoz ni te cuento.
Ese aprendizaje lo transformó en un insobornable y cortés perro de presa en administración de montaje, construcción y mantenimiento. “Ojo de Halcón” lo llamaban, en lo que se refiere a números. Por esas virtudes en la CNEA fue puesto a cargo de otorgar –y frecuentemente, negar- los certificados de final de obra civil de los tremendos contratistas del “Grosso…”, bueh, el GP5x600 de don CCM.
Lector@s, hablo de Pescarmona, Techint, Pérez Companc, Sideco y siguen las firmas que gobiernan. Sin el paraguas de Castro Madero, toda la oficina de mi suegro habría sido barrida por teléfono a horas de pisarle un pago a tales muchachos por esta u otra objeción, cualquier “quítame de aquí estos caños”. Para que Artal, varios pisos más debajo del tope del resbaladizo tótem nuclear, no sólo sobreviviera sino que me hablara bien de aquel jefe milico, algo bueno debía tener.
Mi suegro solía referirse a la cortesía y buen trato de don CCM. Yo, contestatario por zurdo y por yerno, le preguntaba a Ricardo si las buenas maneras incluían el secuestro. Bueno, ya me sobraba mala leche pero me faltaba información.
No es de historiadores inmiscuir lo autobiográfico con el objeto de investigación. Por suerte soy un mero periodista científico y puedo tomarme libertades que en el mundo académico me costarían caras. Mientras mi perpleja y todavía incompleta recorrida de “Planeta CNEA” me iba nuclearizando el mate, yo seguía eludiendo una entrevista con don CCM, ya retirado y muy enfermo. Se me figuraba como inevitable, pero yo la evitaba.
Supongo que era simplemente miedo a compartir ya demasiados acuerdos con el susodicho. Por ejemplo, el de hacer un submarino de propulsión nuclear con Brasil. Era una idea que don CCM ya tenía desde mero capitán de navío y reactorista, mucho antes de ser sumo cacique nuclear y casi perder a su hijo Carlos en el hundimiento del ARA Belgrano, torpedeado en 1982 por un submarino nuclear inglés. Es un concepto de defensa tan lógico y obvio para países con mucha Zona Económica Exclusiva marítima, (como Argentina, y Brasil ni te cuento), que tres décadas más tarde CFK y Lula también la tuvieron. Pero eso sí, cada país por la suya, sin cambiar figuritas… y por lo que se ve, sin avances. Si eso es un gorila, quiero mil.
Eso lo digo hoy. En los ’80, me asustaba tener que admitir tales acuerdos públicamente. Levanté vuelo en la profesión en tiempos de rebeliones carapintadas: mi propio antimilitarismo en los ’80 estaba al rojo, así como el de millones de compatriotas. En aquel contexto, alinearme con cualquier cosa dicha o hecha por don CCM me violentaba, pero además me habría dejado en llamas en los medios en que trabajaba.
Y no es que evitara las peleas. Pero ya bastante gravoso, sucedido el desastre de Chernobyl, era vivir espantando a escobazos a mis colegas. Los más caranchos y de vuelo intelectual más bajito le habían cobrado afición a picotear a esa vaca agónica en que había devenido el Programa Nuclear Argentino desde 1983, otrora fuente de orgullo. Las venganzas por defender lo creado eran duras. ¿Cómo habrían sido por defender al creador? En 1990, la muerte de Castro Madero me absolvió, supuse que para siempre, del esfuerzo de ignorar su persona.
Sin embargo, unos meses antes del deceso de Castro Madero ocurrió el de mi suegro, Ojo de Halcón. La cantidad de coronas que mandó la gente con la que laburaba no cabía en la sala velatoria. Ahí me dí cuenta de cuánto lo querían en la CNEA, aunque practicaba un perfil bajísimo y no era NyC, es decir egresado del Balseiro. UBA, nomás, y habrá estado no más de 15 años en la institución. No tenía 69 cuando lo mató un linfoma presuntamente benigno, 3 meses antes del nacimiento de su primera nieta.
De las cosas que le jodían la vida, declaro ésta: con Costantini al frente, gran diferencia con Castro Madero, la patria contratista, otrora un lujo caro y probablemente necesario que la CNEA se había permitido para criar proveedores nacionales, ahora se estaba comiendo viva a la institución, y además de un modo obsceno. Mi suegro presentaba un informe: tal o cual obra está incompleta, o tiene defectos, y se enteraba de que había sido pagada por buena… exactamente el día anterior a su presentación. Orden presidencial. Cómo había cambiado todo.
Pensé seriamente en entrevistar por fin a Castro Madero, pero al contralmirante se me escapó. El silencio de los muchos que salvó el contralmirante colaboraron con mi lentitud. En una entrega anterior traje a colación al especialista en materiales Tommy Buch, un izquierdista más bien tranquilo para los estándares de los ‘70. Exiliado en 1966 por el gobierno de Onganía y regresado al ispa con la democracia, Buch tuvo poca suerte; entre 1975 y 1976 ya lo habían echado de todos sus cargos universitarios. Vivía –en sus palabras- pegado a la alfombra y sin respirar a la espera de que le patearan la puerta. La CNEA por ese entonces estaba llena de gentuza de la SIDE.
A Buch el contralmirante lo escondió de los grupos de tareas en la invisibilidad de una empresa recién creada con sede en Bariloche, INVAP SE, en cuya múltiple agenda había un proyecto secreto: el de enriquecimiento de uranio en la lejana quebrada de Pilcaniyeu.
La prueba de fuego usada por Castro Madero para saber si INVAP servía o no era otro proyecto estratégico: diseñar y testear desde cero la primera planta piloto de fabricación de circonio. Desde los ’60, este metal es la base del circaloy, aleación “transparente a los neutrones” que remplazó al acero inox en los haces de tubos de los elementos combustibles de las centrales nucleares. No era una tecnología comprable: había sólo tres proveedores mundiales y habían acordado –decisión de cierto club- en impedir que la Argentina comprara vainas, el metal para hacerlas o el modo de producirlo. Si nuestro país desarrollaba circaloy, estaría un paso más cerca de dominar el llamado “ciclo de combustibles nucleares” (mal nombre, sólo es ciclo en los países que reprocesan). En criollo derecho, fabricar sus propios combustibles, el verdadero carozo del negocio atómico. Hacer centrales es un tema comparativamente menor.
Tommy se sumergió en esto y al año y medio, en 1978, se obtuvo la primera esponja de circonio: je, de pronto éramos el 4° proveedor mundial de este metal. Gran dolor de huevos en el Club de Londres. Otra vez los fucking argentinos…
La baquía nacional en manejar esta metalurgia complejísima sería clave en los ’70 y ’80 para dominar el negocio del “fuelling” de las centrales e independizarlo de proveedores externos, algo que siempre estuvo en la mira de Castro Madero para romper “el colonialismo científico y tecnológico” (repito otra vez sus propias palabras) del negocio del combustible nuclear. Tommy siguió trabajando en INVAP por indispensable aún después de jubilarse, y así hasta su muerte, hace pocos meses. Bien al estilo nuclear. La historia de cómo Castro Madero lo salvó. Tommy la contó muchas veces ante distintos públicos, pero hay relatos predestinados a no circular.
Tener “fuelling” criollo en las centrales terminó siendo un gran ahorro de divisas, con creación de trabajo calificado local y una protección sin fisuras contra “apagones diplomáticos”, a saber, te peleaste con la embajada equivocada y, zas, te cortaron la luz. Pero además, como me hizo observar Carlos Martínez Vidal, el asunto del circaloy terminó de hacer de la Argentina una referencia mundial en ciencia de materiales.
Cada vez que algún colega imbécil se refiere a INVAP como “aquella empresa del Proceso”, me veo obligado a recordarle que fue el aguantadero de varios como Tommy Buch. Y añado que si el meollo del Proceso fue hacer de la Argentina un país cada vez más primario y colonizado, la CNEA e INVAP iban muy a contramano de ello.
Mucha gente nuclear confirmó, ya en democracia y para escándalo de los bienpensantes, deberle la vida a Castro Madero, pero raramente en voz muy alta. Hay quienes compartieron por lealtad sus infernales jornadas de trabajo de 16 horas: 5 “by passes” como tuvo él no te los hacen porque Favaloro los puso de moda en aquellos años. Don CCM terminó su mandato con “el bobo” muy emparchado. Le faltaba un cierre relámpago en el pecho.
¿Cómo era realmente el dueño de aquella colección de costurones cardíacos? Fuentes que todavía piden anonimato pintan una personalidad extraña. Como aquella anécdota “del vuelto”.
A comienzos de los ’80 el contralmirante regresa de una misión en Viena y le sobran U$ 250 de viáticos que no gastó. Quiere devolverlos y se los da a su secretario. Este le cuenta el caso a Renato Teriggi, inmemorial pope en la administración del sobolyi nuclear. Cachazudo, Teriggi le sugiere al factótum “que Carlos no hinche”. Para eso no existe siquiera un procedimiento contable estándar, bla, bla, bla. “Que lo invente”, gruñe Castro Madero, cuando le llega la respuesta. Teriggi putea no poco ante tanta santurronería. El trámite toma meses de ir y volver por las asombradas asesorías legales del Ministerio de Hacienda. Ignoro el final.
Eso sucede el año en que la CNEA tiene el mayor presupuesto de su historia: U$D 1000 millones, equivalentes a U$D 3400 millones en 2016 (no se repetirá), lo necesario para llevar a cabo el “Grosso…” sí, el GP5x600. 3000 megavatios nucleares con tecnología e industria propia, con o sin canadienses, ni una máquina más llave en mano, ojalá lo tuviéramos hoy.
¿Objetivo de semejante megaprograma en 1976? Calificar a grado de excelencia nuclear a centenares de proveedores locales y matar en el huevo el bajón energético que Castro Madero cree que el país sufriría antes de 2000 por merma de sus recursos energéticos fósiles. Las universidades y el sistema científico aúllan bajito, de sofocada bronca, ante los privilegios y “la corrupción” nucleares. Como el resto de la administración del Proceso es pestilencial, ¿cómo no creer que eso también rige en la CNEA?
El mismo factótum cuenta que casi inaugurando su cargo, el contralmirante le pregunta por un juego de porcelanas que acaba de llegarle a Sede Central, enviado por una contratista grossa. Lo ha desenvuelto como si fuera una bomba del ERP. “¿Qué son estas cosas?”, inquiere con asquito. “Porcelanas Lladró, doctor. Valencianas. Las tienen hasta en algunos museos de arte. Valen una fortuna”. “Mándelas de vuelta y dígale a …. que no acepto coimas”. Hecho. Los regalos seguirán llegando y rebotando, pero cada vez menos: el club de “capitanes de la industria” (según Clarín) o “patria contratista” (según radiopasillo) sabe que la CNEA está llena de plata, pero se va corriendo la bola de que habrá que echarle mano de modos más sofisticados.
Como todavía no existe el pago automático, mes a mes el contralmirante emplea sin culpa alguna las mañanas de un cadete de la CNEA para sus asuntos particulares. Lo cual está muy mal. Básicamente, el “che pibe” debe depositarle en el Banco Hipotecario las cuotas de esa casa que don CCM se compró en Vicente López, ahora que es “presi” de la CNEA y puede. Dos dormitorios arriba, living y cocina abajo, jardincito trasero. No da para tapa de la revista “Caras”, que tampoco existe todavía. Sobran historias similares, pero no así quienes quieran salir con nombre y apellido a contarlas, por miedo a tanta gente bienpensante que cree que Castro Madero ES el Proceso.
Por supuesto que ES el Proceso, pero de modos muy poco ortodoxos. Eduardo Frecha, un bloguero VGM (Veterano de la Guerra de Malvinas) cuenta que fue en la referida casita de Castro Madero, en ocasión del casamiento de su hijo, en 1981, que el contralmirante trató, en un aparte, de disuadir a su nuevo jefe, el almirante Jorge Isaac Anaya, de un loco plan de capturar las Malvinas. Anaya quería “aglutinar a la sociedad” (sic), ya que El Proceso estaba en una fase de desgaste terminal. Como Galtieri, Anaya había comprado el bolazo del Departamento de Estado: los ingleses tendrían que negociar.
Castro Madero predijo que aquel tiro iba a salir por la culata: los Brits no negociarían nada: pelearían sin medir pérdidas hasta ganar. Fue como hablarle a las paredes. Anaya hacía meses que estaba en aprontes logísticos y había puesto una fecha límite (el 1 de junio de 1982) para el desembarco.
Nada de todo lo dicho cierra o cerrará jamás el caso de Castro Madero. Hay demasiados muertos. Y aunque quizás ninguno es suyo, sí lo son los 160 echados y su terror, y el de los no echados. Y a los muertos se los cargó a espaldas cuando, ya en democracia y con el cuore tronado pero muy intacto del balero, suscribió de palabra los crímenes de los genocidas entre los que se educó y con los que (y contra los que) actuó. La Armada es un origen identitario fortísimo: pocos han podido romper con él. Y la CNEA, más de lo mismo, y más grave.
No es un conflicto de lealtades común el que terminó matando a este hombre. Tupac Amarú también reventó entre caballos que tiraban para lados diferentes. Desgraciadamente, los mejores actos de don CCM tuvieron que ser secretos y sus peores palabras, demasiado públicas. Con su adhesión final a los peores sátrapas de su propia arma, cuando ya los tipos aspiraban a zafar de la cafúa con las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, Castro Madero se autoescrachó para la eternidad. Todavía hoy existen quienes le deben la vida y jamás se lo reconocerán, porque tienen sus lealtades con las otras víctimas. Y a esos, cero reproches. Por lo menos, de mi parte.
Pero a medida que investigo, los tormentos de este hombre me atormentan. Se parecen a los que me obligan a escribir esta columna para atormentar a los lectores con lo que fuimos, pudimos o podríamos y quizás podamos ser.
En mi entrega anterior tuve el pálpito de que para juzgar a Castro Madero, hay que hacerlo dentro del contexto que lo originó y que originó a la propia CNEA: el nacionalismo tecnológico militar. Y compararlo con sus muchos pares en todas las armas, pero especialmente en la suya, la Armada.
Y tendré que traer a colación asuntos de la Guerra de Malvinas, porque ahí se puso a prueba todo lo bueno y todo lo malo de la política tecnológica, industrial y de armamentos del nacionalismo militar a lo largo de casi todo el siglo XX. Ahí se ve quién es quién.
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