
Dentro de doce días, el martes 8, serán las elecciones en EE.UU. Las temores de todos los políticamente correctos sobre el resultado han disminuido bastante. Este blog -que desde hace un año mantiene la razonable convicción que la próxima Presidente yanqui será Hillary Clinton- advierte que los «muertos se cuentan fríos». O como dicen en mi barrio, a Seguro se lo llevaron preso.
Al margen de eso, quiero acercarles la segunda y última parte del artículo de Michael Kazin que empezó aquí. El profesor Kazin es un miembro de esa élite intelectual, liberal y cosmopolita, que el populismo yanqui, de cualquier vertiente, odia. Por su lado, él no puede ocultar -ni quiere, creo- el aire de superioridad con que los analiza. Pero es lo bastante inteligente para entender sus motivos, y su rol en una democracia (Recomiento leer, especialmente, los últimos párrafos).
Dejo programado este posteo y estaré alejado del blog hasta el mediodía de mañana. Tendrán tiempo, si quieren, de leer todo el artículo. Dice cosas importantes de la política norteamericana, y también de la de todas partes. Son urgencias y discursos que aparecen en todas las sociedades modernas.
«Los populistas estadounidenses tienden a concentrar la mayoría de su atención en políticas domésticas. Pero las políticas extranjeras también son un objetivo.
Trump, por ejemplo, ha condenado alianzas internacionales tales como NATO, pero anteriores líderes populistas de «izquierda» y «derecha» se han preocupado a causa de las ‘nefastas‘ influencias extranjeras sobre el país. En su plataforma de 1892, por ejemplo, el ‘Partido del Pueblo’ advirtió de la existencia de una “vasta conspiración en contra de la humanidad” a favor del patrón oro, que había “sido organizada en dos continentes” y estaba “rápidamente tomando posesión del mundo”.
De las dos tradiciones, sin embargo, los populistas de la nacionalista racial han sido siempre los más hostiles acerca de los enfrentamientos internacionales. A mediados de los años ’30, el padre Charles Coughlin, “el cura de la radio”, incitó a su enorme audiencia a derrotar la ratificación del tratado firmado por el presidente Franklin Roosevelt, que le permitiría a USA participar en la Corte Internacional de Justicia, de La Haya. Ese tribunal, acusó Coughlin, era una herramienta de los mismos “banqueros internacionales” que habían supuestamente arrastrado a la nación a la matanza de la 1ra. Guerra Mundial. El torrente de miedo que provocó Coughlin acobardó a suficientes senadores como para negarle a Roosevelt la mayoría de dos tercios que necesitaba.
En 1940, el Comité América Primero (America First Committee), un grupo de presión, difundió una advertencia similar en contra de la intervención de USA en la 2da. Guerra Mundial. El grupo contaba con unos 800.000 miembros y mantuvo unida a una amplia coalición: empresarios conservadores, algunos socialistas, una agrupación de estudiantes que incluía al futuro escritor Gore Vidal (para entonces en la escuela secundaria) y el futuro presidente estadounidense Gerald Ford (para entonces en la Escuela de Derecho de Yale). También disfrutaba del apoyo de un gran número de prominentes ciudadanos: desde Walt Disney al arquitecto Frank Lloyd Wright, entre ellos.
Pero el 11 de septiembre de 1941, su vocero más famoso, el celebrado aviador Charles Lindbergh, llevó un paso muy adelante el mensaje anti guerra y anti elitista. “Los tres grupos más importantes que han presionado a este país hacia la guerra son los británicos, los judíos, y la administración Roosevelt”, acusó en un discurso nacional. “El mayor peligro que enfrenta este país está en el gran capital, en nuestras películas, nuestra prensa, nuestra radio y nuestro gobierno”.
Para entonces, la conquista de la mayor parte de Europa por parte de Adolfo Hitler había puesta a USA a la defensiva; las difamaciones antisemitas de Lindbergh aceleraron el final del America First Committee. El grupo rápidamente se disolvió después del ataque japonés a Pearl Harbor, 3 meses después.
En las recientes décadas, sin embargo, muchas figuras prominentes de los populistas de derecha han revivido la marca retórica del America First, aunque la mayoría evita el anti-semitismo. A principios de los años ’90, Pat Robertson, fundador de la Coalición Cristiana (un grupo de presión de los cristianos conservadores, influyente en el Partido Republicano), advirtió una oscura conspiración global que amenazaba la soberanía de USA. “Los mundialistas del dinero”, advirtió él, “han financiado a los mundialistas del Kremlin”.
Un par de años después, el comentador político conservador Pat Buchanan propuso construir un “muro marino” para evitar que los inmigrantes «se metieran a través de nuestra frontera sur». En el año 2003, él acuso a los neoconservadores de planificar la invasión estadounidense a Iraq para construir “un Nuevo Orden Mundial”. Este año (2016), Buchanan ha defendido la reputación del America First Committee y apoyó la carrera presidencial de Trump. Por su parte, el candidato prometió, en un gran pronunciamiento en abril: «America First será el tema principal y primordial de mi administración». Incluso ha llevado a multitudes a vociferar el eslogan, mientras fingía indiferencia sobre su origen oscuro.
¿Nosotros el pueblo?
Aunque el auge de Trump ha demostrado la vigencia de un nacionalismo racial en el populismo estadounidense, a su campaña proselitista le falta un elemento crucial: una descripción relativamente coherente y emocionalmente conmovedora de “el pueblo” a quienes Trump dice representar.
Ésta es una reciente ausencia en la historia del populismo estadounidense. El ‘Partido del Pueblo’ y sus aliados aplaudían la superioridad moral de “las clases productivas”, quienes “crearon todas las riquezas” con sus músculos y cerebros. Su virtuosa mayoría incluía a obreros industriales, pequeños granjeros, y profesionales altruistas tales como profesores y médicos. Para los prohibicionistas que respaldaron al KKK, “el pueblo» eran los cristianos evangélicos blancos abstemios quienes tenían la fortaleza espiritual para proteger a sus familias y su nación del azote del “tráfico de licor”.
Conservadores como el senador Barry Goldwater y el presidente Ronald Reagan afirmaron que estaban hablando en nombre de los que “pagaban los impuestos”; una versión actualizada de los “productores” de antaño.
En su campaña presidencial de 1968, el candidato del 3er. partido, George Wallace, incluso describió a la gente que él afirmaba representar, nombrando sus ocupaciones: “El conductor de ómnibus, de camión, la peluquera, el bombero, el policía y el obrero de la metalurgia, el plomero y el obrero de la comunicación, y el de petroleras y el pequeño empresario”.
Mientras promete “hacer a USA grande otra vez”, Trump solo ofreció, sin embargo, vagos y nostálgicos clichés sobre quiénes son los estadounidenses que lo ayudarán a cumplir tan extraordinaria tarea. Sus discursos y página-web de campaña emplean, en forma reiterada, términos tales como “familias trabajadoras”, “nuestra clase media” y, por supuesto, “el pueblo americano”; un crudo contraste respecto de la precisión de sus ataques, ya sea hacia los mexicanos, los musulmanes o sus rivales políticos.
En defensa de Trump, reconozcamos que se ha vuelto cada vez más difícil para los populistas -o cualquier otro tipo de político estadounidense- el definir en forma más precisa o evocativa una mayoría virtuosa. Desde los años ’60, USA se han vuelto una nación cada vez más multicultural. Nadie que seriamente quiere llegar a Presidente puede permitirse hablar de “el pueblo” en una forma que excluya a todos los que no son blancos y cristianos.
Incluso Trump, en los más recientes meses de su campaña, ha tratado de acercarse, en una limitada y, de alguna forma, rara manera, a los afroamericanos y latinos ciudadanos estadounidenses. Mientras tanto, el grupo que los populistas de la tradición nacionalista racial históricamente alabaron como el corazón y alma estadounidense -la clase obrera blanca- se ha vuelto una minoría cada vez más pequeña.
Hasta ahora, los populistas progresistas también han fallado en resolver este desafío retórico. Sanders hizo una increíble campaña para la nominación democrática este año. Pero, al igual que Trump, él fue mucho más claro acerca de cuál era la élite que despreciaba -en su caso, “la clase multimillonaria”- que aquella a la que le dirigiría su autoproclamada revolución. Tal vez un candidato quien obtiene su más ferviente apoyo de los jóvenes estadounidenses de todas las clases y razas no podría haber definido su “pueblo” de forma más precisa, incluso de haberlo querido.
En el pasado, los conceptos más robustos de la base populista los ayudaba a construir una coalición duradera; una que podía gobernar, no solo hacer campaña. Al invocar identidades que los votantes aceptaran –“productores”, “obreros blancos”, “estadounidenses cristianos”, o “la mayoría silenciosa” del presidente Richard Nixon- los populistas los despertaron para votar por su partido, no solamente en contra de las alternativas ofrecidas.
Ni los demócratas ni los republicanos han sido capaces de formular esa apelación hoy en día, y esta falla es tanto una causa como un efecto del disgusto público hacia ambos grandes partidos. Puede que sea imposible llegar con una definición creíble de “el pueblo” que movilice la vertiginosa pluralidad de clases, géneros e identidades étnicas que coexisten, generalmente con roces, en USA hoy en día. Pero los populistas ambiciosos probablemente no dejarán de tratar de inventar una.
Jugar con miedo
Trump luchará para quedarse con la Casa Blanca. A pesar de la manifiesta debilidad de Hillary Clinton, la candidata demócrata -que padece una falta de credibilidad pública y un raro estilo de diálogo- su oponente se ha ganado la reputación de lanzar arengas viciosas contra las minorías e individuos, en lugar de una conducta propia de un hombre de Estado o de un formulador de políticas creativas.
En la mayor parte de su campaña, su eslogan bien pudo haber prometido “hagan a USA odiosa otra vez”. Tal negatividad rara vez ha sido una sólida estrategia para ganar la Presidencia en una nación donde la mayoría de las personas se enorgullecen de sí mismas, tal vez ingenuamente, por su optimismo y su aptitud receptiva. Y un abierto nacionalismo racial ya no es aceptable en una campaña nacional.
Igual, sería tonto ignorar las ansiedades y enojos de aquellos que han acudido a Trump con una pasión que no han mostrado por ningún otro candidato presidencial en décadas.
De acuerdo a un reciente estudio del científico político Justin Gest, el 65% de los estadounidenses blancos -2/5 de la población- estaría dispuesto a votar por un partido que“detenga la inmigración en masa, provea trabajos a sus ciudadanos, preserve la herencia cristiana de USA y detenga la amenaza del Islam”.
Estos hombres y mujeres creen que la mayoría de los políticos ignoran esto, y se sienten abandonados por una masiva cultura que valora al adinerado, lo cosmopolita y lo racialmente diverso. Ellos representan casi el mismo porcentaje de electores que se asegura el Frente Nacional en Francia; y apenas 10% menos que los británicos que votaron por el Brexit.
Mientras ninguno de los dos partidos principales encaren de una forma seria y empática a limitar la inmigración indocumentada y prometan un empleo seguro con un salario decente -seguramente quedarán expuestos a políticos que lo hacen, sin importar cuán mal informado puede ser él o ella.
Si él pierde, Trump puede que nunca más pelee un puesto político otra vez. La tradición del populismo que él ha explotado, sin embargo, perdurará.
Un mal necesario
En su mejor momento, el populismo ofrece un lenguaje que puede fortalecer la democracia, no ponerla en peligro.
El ‘Partido del Pueblo’ ayudó a marcar el comienzo de muchas reformas progresistas, tal como el impuesto sobre los ingresos y la regulación a las corporaciones, que hicieron de USA una sociedad más humana en el siglo XX.
Los demócratas, cómodos en el uso de apelaciones populistas, desde Bryan a FDR, hicieron mucho para crear el orden capitalista bilateral que, a pesar de sus fallas, pocos estadounidenses contemporáneos quieren desmantelar. Incluso algunos oradores populistas que se sublevan en contra de los inmigrantes, generaron el apoyo para las leyes, tales como la jornada laboral de 8 horas, que, al fin y al cabo, ayudó a todos los que ganaban un sueldo en el país, sin importar su lugar de nacimiento.
El populismo ha tenido un pasado ambiguo. Racistas y posibles autoritarios han explotado este recurso, tal como lo han hecho otros enemigos más tolerantes de la plutocracia. Pero los estadounidenses no han encontrado una forma más eficaz de demandar a sus élites políticas que cumplan con los ideales de igualdad de oportunidades y regla democrática que prometen cumplir durante sus campañas democráticas.
El populismo puede ser peligroso, pero también puede ser necesario. Tal como el historiador C. Van Woodward escribió en 1959 en respuesta a los intelectuales que desprestigiaban al populismo, “Uno debe esperar que ocurran futuras agitaciones para denunciar el poder y el privilegio; y garantizar la terapia periódica de la democracia estadounidense«.
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