Como he dicho en alguna parte, no soy mucho por las efemérides, y en la historia reciente – y no tan reciente – argentina sobran crímenes para recordar. Si estoy escribiendo esta entrada hoy, es porque una nota de Mario Wainfeld en Página 12 me puso a pensar.
Página expresa – y refuerza – el pensamiento de un sector influyente de nuestro país, casi de la misma forma que La Nación expresa – y refuerza – el pensamiento de otro sector influyente (aunque la naturaleza de las influencias que ejercen esos dos sectores sean profundamente distintas). Es tan lógico que sus columnistas principales tengan en este tiempo un discurso prokirchnerista (con la cuidadosa excepción de Ernesto Tenembaum) como que los de LaN sean antiK. Y quiero señalar que Wainfeld (en contraste con, por ejemplo, el emotivo J.P. Feinmann o el conspirativo Verbitsky, que escriben – con talento – como soldados que se enfrentan al Mal Absoluto, la Derecha, que estaría detrás de la ofensiva contra los K) hace casi siempre un análisis muy racional de la situación, destacando con una independencia que en otros pone nervioso al Néstor los errores del oficialismo como de sus adversarios. En su caso, lo leo no sólo para enterarme qué es lo piensa la progresía, sino para enriquecer mis análisis.
Por eso me llamó la atención esta nota. Aclaro: el 26/6/02 fueron muertos dos militantes, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, en el curso de la represión a una manifestación piquetera. La conducción policial lo atribuyó oficialmente a un enfrentamiento entre grupos, y el oficialismo de entonces y la mayoría de los medios aceptaron la versión, al principio. Salieron a la luz fotos que probaban que habían sido asesinados por policías, los responsables materiales fueron, a la larga, condenados, y el entonces presidente, Eduardo Duhalde de inmediato decidió acortar su mandato y llamar a elecciones. También quiero aclarar que la nota, como pueden leer, no dice, ni insinúa, que Duhalde y Chiche complotaron para que los mataran, clavando alfileres en sus retratos, ni por supuesto tampoco se inclina por los delirios que podrían aparecer en foros del otro sector «que todo fue una maniobra para desprestigiar las fuerzas del orden y entregar el país a Chávez».
¿Por qué entonces me llama la atención? Por la naturalidad con que un observador experimentado de la política argentina asume que Duhalde «no tenía sustento» para continuar a partir de lo que había pasado y se reveló. Cierto, en 2002 el clima estaba espeso, el «que se vayan todos» muy fresco y el gobierno con poco respaldo ¿Pero puede creer seriamente Wainfeld que muchos, influyentes, hasta quizás mayoritarios sectores de la sociedad argentina no estaban dispuestos a aceptar (algunos, espero minoritarios, a aplaudir) la represión violenta de los piqueteros? ¿Dónde cree que estaban en 2002 los que después votaron a Macri, dónde los que antes votaron a Ruckauf, y los que lo hacían por Patti?
Me parece que, quizás por influencia de la lamentable política local, se minimiza el rol pivotal que tuvo la actitud de Duhalde en el cambio de lo que se entiende por admisible de parte de un gobierno. Ojo, esto no es un alegato a favor del Cabezón, ni disminuye su responsabilidad política en la decisión de reprimir el 26 de junio, ni en la larga degradación de la Bonaerense. Tampoco estoy diciendo que la represión es en todo momento y en toda circunstancia mala, lo que sería una estupidez.
Lo que me impulsa a discutir la nota de Wainfeld, pienso, es la tendencia de los progresistas a tomar sus actitudes como un consenso universal, al que sólo una minoría de Malos, ignorantes y derechosos además, pueden estar ajenos. Desvaloriza conceptualmente, además – aunque los medios oficialistas no pierdan ocasión de elogiarla – la decisión de Kirchner de continuar esta política de no represión violenta.
Por supuesto, como todo en este mundo, tiene su lado negativo. Que un grupo pueda tomar el espacio público para perjudicar a otros, inocentes – porque si no perjudica a nadie es ineficaz y nadie se entera – sean pobres desocupados como en Cutral Có o granjeros ricos como en Francia, termina por irritar al resto de la sociedad si se abusa. Miguens y Buzzi lo saben, y De Angeli y D´Elía… tendrán que darse cuenta. Esa irritación es peligrosa, en una sociedad permisiva que sin embargo tiene el odio fácil, como la nuestra. Lean si no en los foros de La Nación lo que dicen de la pareja monárquica montonera, o encuentren, en los manifiestos de la izquierda proK, en un lenguaje algo más elaborado, la disposición que uno supone tenían los militantes que fueron la mano de obra de Stalin en la liquidación de los kulaks, a los que por supuesto veían como egoístas e insensibles a las necesidades de las masas y el socialismo.
Entonces, mi planteo es éste: los argentinos necesitamos consensuar métodos para limitar el uso de técnicas de acción directa por parte de grupos motivados. Esos métodos deben contemplar las fuerzas de seguridad que hoy tenemos – que cinco años de gobierno de una coalición del peronismo setentista y el progresismo no han cambiado mucho – mal equipadas, mal pagas y con inclinaciones a financiarse por izquierda. Para eso, es necesario descartar la mentalidad para la cual la palabra represión y la misma palabra límites son caca. Pero hay que valorar que el peronismo en su conjunto – que deteriorado como está, es el último partido político nacional que queda en pie – haya llegado a aceptar que la violencia por parte del Estado es intolerable como herramienta de control político. Esto, a pensar que hay pensadores cercanos al peronismo o al menos a lo que se llamaba el campo nacional, como Abel Posse, que parecen considerar que lo intolerable es la ocupación forzosa del espacio público. Parece que están convencidos que ellos nunca serán reprimidos. A mí, me gustaría tener esa seguridad.