
Uno tiene un vínculo emocional con la idea de la Navidad, aunque su pulsión religiosa sea débil (mi caso). En todos los bastantes años de este blog, algo escribí sobre la fecha. Esta vez… no tengo el tiempo para desarrollar un pensamiento propio más o menos nuevo, y no quiero repetirme. Por suerte encontré, en un sitio inesperado para mí -me alertó Twitter, con una imagen ingeniosa, o nunca se me habría ocurrido buscar en el Cohete a la Luna algo sobre este tema- un texto hermoso de Marcelo Figueras, que aporta varias cosas valiosas.
Además, me permite ejercer mi pulsión por la crítica destructiva. Así que aquí va (ojo:es largo), y al final critico:
«Dice la leyenda que la Navidad que conocemos la inventó Charles Dickens, uno de los escritores más sublimes de la lengua inglesa. (Y uno de mis favoritos de todos los tiempos en cualquier lengua. ¿Para qué ocultarlo?) Se trata de una exageración, obvio: está claro que la festividad ya existía. Pero Occidente tendía a conmemorar el nacimiento de Jesús — o, como lo definiría el community manager de Macri, el aniversario de su cumpleaños— de un modo más modesto. Básicamente era un feriado más. Día de descanso con la flia y a puertas cerradas. Recolección antes que espíritu festivo. Ni Santa Claus osaba prorrumpir en el proverbial ho ho ho, para no perturbar el decoro general.
Entonces Dickens publicó A Christmas Carol (1843) —literalmente Un villancico navideño, aunque se difundió entre nosotros como Un cuento de Navidad— y su éxito arrollador y transatlántico cambió nuestra cultura. Lo que sí inventaron esas páginas fue lo que asumimos como espíritu navideño. El sacudón que recuerda que es nuestra última oportunidad en el año de ser generosos y tender la mano a los desafortunados, desde que, a contramano de lo que el poder propugna desde sus alturas, pocas cosas producen más y mejor gozo que dar. Tal como Dickens la reconfiguró, la Navidad sería la festividad democrática por excelencia, de la que todxs sin excepción deberían disfrutar; si no difundiese sus gracias universalmente dejaría de ser, se devaluaría, no serviría de nada. Algo que deja en claro la bendición – condición que florece en los labios de Tiny Tim y que el narrador hace suya al cerrar la historia, con literales mayúsculas: ¡Que Dios Nos Bendiga, A Todos Y Cada Uno!
God Bless Us, Every One! No a los que nacieron en cuna de oro: a todxs. No a los que creen haber hecho mérito para ello: a todxs. No a los que tienen carnet de religión o clase social alguna: a todxs y cada uno.
Y sin embargo este relato exultante, que nos conecta en pocas páginas con lo mejor que la especie humana tiene para ofrecer, nació de una semilla oscura. Que es exactamente lo que me dispongo a contar, si me conceden estos minutos. Ya sé, yo también lo padezco: a esta altura del año todo es agitado y febril, temporada de locos. Pero si al cabo de un año de catecismos dominicales todavía confían en mí, oh lectores, me jugaré esa fe sobre este paño.
Para ponerlo en términos que persuadirían hasta a Scrooge: esta historia les va a redituar mucho más que el tiempo que les tomará leerla.
La mayoría de ustedes recordará la anécdota, aunque más no sea a grosso modo. Su protagonista es ese viejo de mierda llamado Ebenezer Scrooge, un avaro que amarroca guita para nada, pero que como arrancó de abajo y se forró hoy sería considerado un emprendedor modélico. De hecho, guita es todo lo que tiene. Carece de amigos, pasa de su familia, explota y destrata a sus empleados. (Entre los que figura el amable Bob Cratchit, padre de Tiny Tim.) Releyendo la historia, hay que hacer un esfuerzo para recordar que transcurre a mediados del siglo XIX y no en la Argentina de Macri. Ante la visita de un caballero que solicita una donación para los pobres, que en esa época del año (“cuando la Necesidad se siente agudamente, y la Abundancia regocija”) demandan un mínimo confort,
Scrooge le replica: “Qué. ¿Ya no quedan cárceles?” El caballero le replica que algunos pobres morirían antes que ir a parar a ciertos sitios, pero Scrooge insiste: “Que mueran, entonces, y disminuyan así la superpoblación”. ¿Qué sería de Eduardo Amadeo, aquel de la frase les hicieron creer que podían tener aire acondicionado, o del Esteban Bullrich que instó al pobrerío a gozar de la incertidumbre, si Scrooge no les hubiese marcado el camino?
El cuento arranca en el séptimo aniversario de la muerte de Marley, ex socio de Scrooge, con la visita de su fantasma. Al principio el viejo se burla de la visión. (Su muletilla ante todo lo que desprecia es: Bah. Humbug!, lo cual se traduce como patrañas, aunque el vernacular porteño de ayer preferiría macanas y la juventud actual forradas. No cuesta nada imaginar entre las filas de Cambiemos a un ministro Scrooge. ¿Paritarias? ¿Bono? ¿Vacaciones? Bah. Humbug!) Pero entonces el fantasma hace algunas cosas propias de fantasma —como permitir que se
le caiga la quijada hasta el pecho— y a Scrooge se le frunce el upite. Lo cual, de todos modos, no consigue que deje de ser del todo Scrooge: lo primero que hace es bardear a Marley, porque tardó siete años en llegar hasta él — espectro o no, lo acusa de procrastinar.
Lo que el fantasma pretende es evitar que Scrooge cometa su mismo error y sufra idéntico castigo. Cuando Marley se queja de que su vida fue una oportunidad desperdiciada, Scrooge —siempre el businessman— le dice: “Pero si eras bueno para los negocios”. Y el fantasma le replica: “La humanidad era mi negocio. El bien común era mi negocio”. Entonces le advierte que sólo tiene una oportunidad para escapar de su destino. Y que para ello recibirá la visita de otros tres fantasmas.
El primero de ellos es el Fantasma de las Navidades Pasadas, que lleva a Scrooge a ver al niño triste y abandonado que fue alguna vez, a quien sólo animaban la compañía de su hermana Fan y la lectura de fantasías como Las mil y una noches. Scrooge recuerda además la generosidad y el afecto de su primer empleador, Mr. Fezziwig, y el momento en que su novia Belle rompió con él, después de advertir que Scrooge nunca la amaría tanto como amaba al dinero.
El Fantasma de la Navidad Presente le permite chusmear cómo celebra la gente de todos modos, a pesar de la pobreza que la aflige; espiar el hogar cálido y jovial de su sobrino Fred hijo de su fallecida hermana Fan, cuya invitación a festejar en familia había rechazado al comienzo; y echarle un ojo a la casa de su empleado Cratchit, que insiste en brindar por su jefe Scrooge en nombre del espíritu de generosidad navideña, a pesar de que su esposa lo define — quedándose corta— como “odioso, amarrete, duro e insensible”.
Antes de desvanecerse, el Fantasma de la Navidad Presente pone a Scrooge en presencia de dos niños, varón y mujer: “desdichados, abyectos, espantosos, horribles, miserables”, los describe Dickens. Son los Hijos de la Humanidad, dice el Fantasma, y se llaman Ignorancia y Necesidad. Cuando Scrooge le pregunta si tienen dónde refugiarse, el Fantasma le devuelve el comentario sarcástico del comienzo ante el caballero que apelaba a su caridad: “¿Ya no quedan cárceles?
Por último, El Fantasma de la Navidad Por Venir lo lleva a su propio lecho de muerte, al que nadie acude para acompañarlo; los hombres con los que solía hacer negocios van al entierro para garronear comida y la servidumbre se reparte sus chucherías mientras desprecia su memoria.
Pero lo que más horroriza a Scrooge es el descubrimiento de otra muerte, la de Tiny Tim, el más pequeño de los Cratchit, aquel de las muletas y la salud envilecida por las privaciones y el aire viciado de Londres. Pero al despertar del ensueño fantasmal y comprender que aún está vivo en la mañana de Navidad, el escarmentado Scrooge decide compensar al mundo por sus mezquindades y comienza por aquellos que tiene más cerca. Le pide a su sobrino que lo acepte en su mesa, regala un pavo a los Cratchit en secreto, aumenta el sueldo de Bob, se compromete a ayudar a su familia. Y de allí en más actúa como un segundo padre para Tiny Tim, que entonces sobrevive. ¿Existe acaso un mejor happy ending en la historia de la narrativa, oh lectores, que el de este relato, o piensan como yo que ningun otro destila tanta felicidad en nuestros corazones?
Parte de su poder pasa por lo convincente que es el turro de Scrooge. Todos conocemos a alguien igual de basura, ¿o no? Pero si Dickens lo pintó así es porque lo conocía mejor que nadie. Cualquiera que sepa lo mínimo sobre la vida del escritor —el reformista social, defensor de las mujeres, filántropo militante— creerá, y con buen juicio, que no existen figuras más disímiles que las de Dickens y su criatura Scrooge. Y sin embargo Dickens sabía bien que Scrooge era él mismo — o, en todo caso, el Dickens que estuvo a punto de ser.
El Síndrome de la Clase Media
Creo haber contado ya de la infancia miserable de Dickens: de cómo las deudas de su padre lo llevaron a la cárcel —en una época donde era común que la familia se recluyese con el reo, lo cual le enseñó al pequeño Charles cómo era estar preso a la más tierna edad— y después a sumarse al ejército de niños que envasaba betún en un taller astroso. Para agregar más dolor a su situación, comprendió que la que ejercía presión familiar para que no volviese a casa y siguiese encadenado al taller era su propia madre. Criaturas abyectas y horribles que provenían de Navidades Pasadas, sus padres: deberían haberse llamado Irresponsabilidad y Abandono, un dúo que marcó su vida para siempre.
Aún cuando aprendió a valerse solo y se convirtió en escritor famoso, Dickens quedó encadenado a una ansiedad perpetua. A Christmas Carol es, de hecho, el resultado de un momento en el que creía necesitar dinero con desesperación. Tenía deudas, una familia ya grande —su esposa estaba nuevamente embarazada—, muchos amigos pedigüeños y varias caridades (hoy diríamos ONGs) que mantener. Y aunque ya había conocido un éxito resonante, venía de un relativo fracaso con su última novela, Martin Chuzzlewit. Fue entonces que se le ocurrió esta historia sobre un hombre que parecía ser su perfecto opuesto, desde que carecía de todo de lo que a Dickens le sobraba —amor, respeto, reconocimiento— pero sí tenía lo único que a él le faltaba y nunca obtendría del todo, al menos desde su punto de vista: seguridad económica.
Esa fue una de las llagas que la miseria temprana dejó en su alma y nunca curó: la sensación de que, aunque la fortuna te sonría y las cosas marchen sobre rieles, bastaría un golpe para arrancártelo todo y lanzarte de regreso a la calle o a la cárcel o ponerte en la necesidad de enviar a tus hijos a trabajar — como los padres que tanto lo habían hecho sufrir.
Al comienzo del relato Scrooge recibe la visita de su sobrino, cuyo buen humor lo ofende. “¿Qué razón hay para tanta alegría? Eres bastante pobre”, le dice. A lo cual Fred replica: “¿Qué razón tendrías entonces para estar taciturno? Eres bastante rico”. El más notable de los biógrafos de Dickens, Peter Aykroyd, conectó esta escena con una carta en la que su biografiado confesó: “No soy rico, nunca lo he sido y nunca lo seré”. No es que le faltase dinero, que ganó a manos llenas desde que arribó a la fama. (Aunque menos de lo que le habría correspondido, porque fue de los primeros artistas en sufrir despojo a manos de los que pirateaban su obra.)
Lo que intentaba decir es que ninguna cifra en el mundo, invertida de ninguna manera, lograría apagar la sensación de inseguridad eterna que el trauma infantil le había inculcado.
Para ponerlo de otro modo: lo que Scrooge padece es el Síndrome de la Clase Media Argentina. Por eso no logra aflojarse y trabar relación sincera con nadie: porque cree que todo el mundo que se le acerca intenta mangarlo o despojarlo de aquello que tiene merecidamente, habiéndoselo ganado —eso creen todos— por su único y exclusivo esfuerzo. El bueno de Fred trata de reasegurarlo: “No quiero nada tuyo; no te estoy pidiendo nada; ¿por qué no podemos ser amigos?” Pero Scrooge no entabla lazos en esos términos, que desconoce o sinceramente no entiende. Cuando el Fantasma de la Navidad Presente lo cuela en casa de Fred, Scrooge oye a su sobrino hablar de la pena que le inspira: “Lo que tiene no le sirve de nada. No hace nada bueno con eso”, dice Fred, que lamenta que al aislarse Scrooge conserve su dinero pero pierda buenos momentos que de otro modo no podrá granjearse. Por eso se ha juramentado a seguir acercándose cada Navidad y preguntarle todas las veces que sea necesario: “Tío Scrooge, ¿cómo estás?” “Si consigo ponerlo en vena para que al menos le deje cincuenta libras a su pobre empleado —reflexiona Fred—, eso sería algo”.
Scrooge es Dickens pensando en lo que podría haberse convertido, de haber pisado mal y resbalado en esa dirección del alma; en lo que todavía podía convertirse, si seguía funcionando como una máquina de producir dinero alimentada por su compulsión al trabajo. La diferencia comparativa entre Scrooge y Dickens era, en último término, el arte: Dickens podía imaginar a Scrooge, y entender cuán infeliz lo haría llevar adelante una vida semejante, y además pescar con claridad que a la gente tan acendradamente mezquina —ya se trate de Scrooge o de nuestra clase media— nada la conmueve que no sea un cagazo padre, venga del brazo de un fantasma o de un default machazo».
Hasta aquí, lo que copio de Figueras. El resto, lo encuentro repetitivo, pero pueden leerlo siguiendo el link de arriba. Escribe muy bien.
Lo importante, me parece, es que él nos acerca el rescate que hizo Dickens del espíritu navideño como una aspiración a ser mejores de lo que somos. Algo más que un feriado largo y una convención de reuniones familiares. Hace falta, en esta sociedad post cristiana en la que estamos entrando. También era así la Inglaterra victoriana, aunque con una capa de religiosidad formal. Su verdadero Dios era el éxito, también.
Hay dos cosas que me hacen ruido, sin embargo: Una es con la práctica -llamémosla por su nombre- de la beneficiencia, del asistencialismo. Es necesario, y urgente, porque es urgente. Plantear «enseñarle a pescar», o enseñarle a militar por la Revolución, es insultante para quien tiene necesidades inmediatas. El asistencialismo puede hacerse con amor, con hipocresía para que los demás lo vean, o en forma burocrática, como es más frecuente en estos tiempos. Pero eso es cuestión del que lo hace.
Tenemos que tener claro, aunque no se note en el texto de arriba, que hoy los organismos internacionales custodios del pensamiento neoliberal, insisten en todos sus acuerdos en la necesidad de salvaguardas para los más pobres. Y nada de sacarlos de la pobreza, claro.
Esa es la limitación de la ayuda social, de la AUH, la pensión graciable, que deja al que la recibe en la misma situación en que estaba, siempre en la necesidad. Eso lo entendía muy bien Evita, que hizo más ayuda social que nadie y que ardió su vida en ella.
Dickens no daba respuestas a ese problema. Nosotros tampoco las encontramos -porque la pobreza estructural no es que empezó con Macri, eh- pero nuestra responsabilidad es buscarlas.
La otra… es el asunto de la clase media. Está muy conversado, y uno lo entiende. Marcelo Figueras seguramente pertenece a la clase media, porque el auto odio de los sectores de clase media que tienen formación intelectual es legendario.
Pero es una pavada. Porque Scrooge es policlasista. Si Figueras más adelante en su texto lo identifica con Macri! Que no pertenece a ningún sector de las numerosas clases medias argentas. Tampoco Eduardo Amadeo, que hace muchos años militaba con Taccone, cuando Luz y Fuerza era un gremio progre, hoy es clase media.
Igual, el error que me interesa apuntar con mi crítica destructiva es uno que está detrás del cuestionamiento a la «clase media». Es un mito al que muchos intelectuales militantes se aferran, que existe un sujeto histórico en alguna parte -antes se lo ubicaba en el proletariado, pero ya el marxismo ortodoxo no está de moda- que es bueno, noble y generoso, y que instintivamente está de acuerdo con los ideales que el intelectual levanta en ese momento. No como esos parientes (de clase media) que no le dan bola. Entonces, la realidad, y la ficción, deben ajustarse a ese mito. Por ejemplo, Martín Fierro debería estar a favor de la diversidad cultural, y ser feminista.
Es un lindo mito. Pero a Scrooge se lo puede encontrar en las villas, y en Barrio Parque. El de Barrio Parque es, generalmente, un hijo de puta más dañino, eso sí.
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