Jorge Fernández Díaz es uno de esos periodistas inteligentes que hacen que, de vez en cuando, vuelva a leer «La Nación». Todavía recuerdo un artículo suyo «La hora de los no políticos» del 2007, que tanto Manolo como yo hemos citado, aunque ahora no puedo encontrarlo en el buscador del diario (Pueden hallar su mención, con otras, en el buscador de mi blog, pero don Saguier no me deja acceder al archivo).
No importa. Sospecho que la originalidad de J.F.D. es un asunto generacional: Èl no vivió – políticamente – los ´70, pero estuvo lo bastante cerca de sus vivencias para que no los sienta como un mito heroico o terrible. Y al mismo tiempo es lo bastante veterano como para evaluar fríamente, sin entusiasmos ni broncas excesivas, las experiencias de Menem, la Alianza y Duhalde-Kirchner. Al menos, esa es la impresión que me dejan – no lo conozco personalmente – sus artículos y en particular éste, que los invito a leer si no lo han hecho: Kirchnerismo bolivariano del siglo XXI.
Esta introducción un poco larga tiene sentido porque – aunque yo no comparto el criterio central de su análisis; y tengo claro que va a ofender a mis amigos kirchneristas y también a los de la Izquierda Nacional – creo que vale la pena leerlo con atención. Aporta percepciones muy agudas, y además su criterio es una exposición inteligente de cómo piensan los editores y muchos lectores reflexivos de LaNación. Y si alguien cree que ese pensamiento va a desaparecer o va a dejar de tener influencia si pierden las elecciones del 2011, o – tapándose la nariz – votan a Duhalde o a Solá… está loco.
Copio algunos párrafos, y al final, como siempre, agrego comentarios: «Néstor Kirchner fue originalmente un joven e intrascendente militante estudiantil. Después pasó por la derecha peronista y desembocó en el peronismo renovador. Fue en algunos tiempos menemista y en otros un cavallista cabal. Su relación con Domingo Cavallo siempre fue buena, pública y estrecha. Ya en la Casa Rosada, se decía desarrollista, al igual que Mauricio Macri y Elisa Carrió.
¿Se le puede adjudicar, por lo tanto, una ideología a Néstor Kirchner? Hasta ahora yo creía que no, que su ideología era el poder. Sin embargo, últimamente algunas evidencias van demostrando que el desarrollo de la acción política con sus triunfos y derrotas, con la generación de aliados y enemigos … (Con) las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y los intelectuales progresistas con el paso de los años se fue impregnando de sus argumentos y simpatizando con esas ideas primigenias que había sabido olvidar para ser simplemente peronista… La izquierda nacional!
Esta corriente política proviene del trotskismo, pero se reconvirtió completamente en lo que después se denominó «socialismo criollo». Una corriente que acompañó al peronismo, como una lancha sigue de cerca un portaaviones, en un apoyo crítico, pero convencida de que el movimiento de Juan Perón tenía el proletariado y que junto con él había que formar un frente nacional antiimperialista, propender a la unión latinoamericana y enfrentar a los cómplices locales (cipayos) de la dependencia: éstos podían ser los conservadores, los radicales, los comunistas e incluso otros socialistas que no acordaran con la visión «nacional» de esa izquierda. El partido era pequeño, pero su argumentación se volvió transversal en los 70 y sobrevivió a través de las décadas como una cultura vasta y firme.
Antes de la irrupción de Ernesto Laclau, que legalizó la palabra «populista», los nacionalistas de izquierda rechazaban ese término. Ahora aceptan que el populismo es una praxis política que no respeta ideologías: Bush, para el caso, era tan populista como Perón. Pero por encima de toda esta disquisición lingüística y operativa lo cierto es que los nacionalistas siguen defendiendo su particular identidad. La cuestión central no es, entonces, disfrazar con más palabras lo que en realidad se puede llamar por su nombre: Néstor Kirchner practica una suerte de nacionalismo de izquierda, que Hugo Chávez denomina el «socialismo del siglo XXI». Chávez es un nacionalista nato, y los pequeños partidos de la izquierda nacional de la Argentina lo reconocieron antes que nadie. O al menos en forma simultánea con las fuerzas carapintadas, que también tenían ese halo de nacionalismo militar, reivindicatorio de la Guerra de Malvinas y heredero de una tradición que entronizó en el poder a los generales y coroneles de 1943.
El nacionalismo de izquierda, que excede, obviamente, a Ramos y que se asoció al revisionismo histórico y a figuras como Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz, se interna en una amplia tradición argentina arraigada dentro de distintas fuerzas y concibe su empresa como una lucha permanente entre un campo popular y la partidocracia. De hecho, divide toda la historia en dos: desde 1810 hasta la fecha la gran puja argentina ha sido entre nacionalistas y liberales. Así piensa, concretamente, el ministro de Cultura de la Nación, Jorge Coscia, que fue un fervoroso acólito de Ramos y que hoy explica bien lo que Carta Abierta explica mal. También Laclau, que antes de ser el pensador de cabecera de los Kirchner fue un entusiasta militante de Abelardo Ramos.
Esa división entre nacionalistas y liberales nada tiene que ver con otras divisiones perimidas, como peronistas y radicales o izquierdas y derechas. De hecho, en el nacionalismo hay peronistas, radicales, izquierdistas y derechistas. También los hay en el campo antagónico. La izquierda, sin ir más lejos, se divide muy claramente en tres segmentos: la propiamente dicha hasta el Partido Obrero, la kirchnerista en sus múltiples expresiones y esa fuerza fantasmal e inarticulada que forman socialistas santafecinos, alfonsinistas, peronistas de los años 80 e intelectuales inorgánicos: socialdemócratas. Entre estas dos últimas tendencias hay franjas de indefinición, como las hay en aquellas millas náuticas donde se mezclan el Río de la Plata y el océano Atlántico. Más adelante, sin embargo, es muy claro que uno es marrón intenso y el otro es azul.
Ultimamente he escuchado de varios militantes kirchneristas este concepto: «Néstor Kirchner es sólo el instrumento del campo popular. Está lleno de defectos, pero eso no viene al caso. Es la gran ola de la historia la que pasa y no se detiene en los detalles. Néstor viene a dar esta lucha de siempre por la liberación y contra la dependencia».
Esa concepción movimientística e histórica hace pensar en una idea vieja y contradictoria: la revolución en democracia. Entiéndase por democracia, en esta visión nacionalista, sólo el derecho a votar y el mantenimiento a regañadientes de ciertas instituciones. Una «revolución nacional» no se detiene en cuestión de formas republicanas, ni en formalidades judiciales o de libertad de expresión. Es por eso que el kirchnerismo se permite a sí mismo violar muchas normas democráticas que considera frenos para una causa mayor. Y es también por todo eso que el problema de la corrupción se hace menor frente a lo que hay en juego: la construcción de «un verdadero país independiente».
Estamos hablando de un sistema de pensamiento revolucionario, que lleva el traje democrático con incomodidad. Al fin y al cabo, la democracia es un sistema opuesto, producto de las grandes corrientes liberales. Ese último término (liberal), que ha sido desprestigiado hasta el cansancio por políticas ineficaces y corruptas, complicidad con dictaduras y finalmente con el fracaso del Consenso de Washington, poco tiene que ver con el liberalismo como filosofía política surgido de la Revolución Francesa y de las luces.
La socialdemocracia europea y también mucha de la latinoamericana (Chile, Uruguay, Brasil) ha logrado desde esa posición el progreso y la libertad. El chavismo las ve como expresiones de la derecha (serían, a lo sumo, la izquierda liberal y reformista) frente al gran movimiento bolivariano, en el que incluye a Evo Morales, Rafael Correa y el matrimonio Kirchner. Unos son socialdemócratas y otros son nacionalistas. Los dos expresan la oposición al Consenso de Washington, pero con estilos diferentes. Unos profundizan la democracia, otros viven en estado de revolución.
No estamos hablando, claro está, de una verdadera revolución en los términos absolutos y clásicos, sino de un proceso político que se autopercibe como revolucionario y que ha logrado instalar esa idea en el imaginario de crecientes segmentos de la grey universitaria.
Revolución y democracia son dos palabras que en nuestro país tienen buena prensa. Pero me temo que no se puede servir a dos banderas a la vez y que al final siempre se vuelven incompatibles. Los argentinos tarde o temprano van a tener que elegir entre una y otra palabra. Porque la crisis de 2001 era más profunda de lo que creíamos. Ya no existen peronistas y antiperonistas, ni peronistas versus radicales, ni izquierdas contra derechas. Hoy está instalada en nuestro país una discusión simbólica y asordinada entre revolución y democracia. Así de simple, y así de complejo.
Es notorio cómo el proyecto kirchnerista fue variando. En un comienzo, se veía a sí mismo como un partido reformista de centroizquierda que soportaba la hipotética alternancia de uno de centroderecha. Pero con los años y las batallas, y la desesperación por no perder el poder, los kirchneristas comenzaron a hablar del peligro de una «restauración conservadora». Ese término implica de por sí la imposibilidad de una alternancia pacífica, puesto que si la gran amenaza es una «restauración» lo que se impone es una «resistencia patriótica contra el entreguismo» a todo o nada. Se trata de un dramatismo revolucionario alejado de cualquier atisbo de consenso, y que como toda epopeya prendió rápidamente en nuevas generaciones politizadas de la pequeña burguesía. Esos jóvenes son más kirchneristas que Kirchner, a quien consideran un simple piloto del gran buque nacional. Y están seguros de que esta «revolución» necesita profundizarse día a día y sostenerse en el tiempo. Un tercer, cuarto y hasta quinto mandato de los Kirchner les suena, obviamente, no sólo lógico y aceptable, sino imprescindible para garantizar esta «revolución inconclusa». «No hay vuelta atrás», dictaminaron hace unos días los intelectuales kirchneristas, quemando las naves.
… Un verdadero líder de la oposición que quisiera tener alguna chance frente a semejante mística debería quizá pensar menos en cuestiones programáticas y en divergencias ideológicas dentro del espectro político (cualquier partido tiene ala derecha e izquierda) y pensar más en propalar el regreso de los argentinos a una democracia plena después de años de democracia manca y condicionada vivida bajo emoción violenta. Y garantizarle, de paso, a la sociedad electoral que no echará abajo, una vez más, a pico y pala los logros de la actual administración, que los tiene y son muchos.
Ese gesto democrático, si fuera exitoso en las urnas, reencauzaría al mismísimo nacionalismo, que tal vez sería obligado así a jugar de nuevo el juego bipartidista, los acuerdos de políticas de Estado y una vida cívica con menos divisiones, ataques, represalias económicas, golpes de mano, violaciones institucionales y lenguaje bélico»
Dejemos de lado los errores fácticos, que son importantes. El peronismo, y el rechazo al peronismo – como su contrapartida, el radicalismo y, en menor medida, el rechazo al radicalismo – son realidades políticas muy vigentes en Argentina. No tendrán el vigor que tuvieron en los años `50, seguro, pero ningún político que quiera ser votado puede darse el lujo de ignorarlas y de construir su imagen tomando en cuenta a una de ellas (aunque, como Binner, de Narváez o Sabbatella traten de no quedar encasillardos en alguna). Y la Izquierda Nacional es una corriente histórica mucho más compleja – con vigencia real en países hermanos – y los hombres de ese origen que se han acercado al kirchnerismo no son más significativos que los que vienen del Partido Comunista.
Todo eso no quita la brillantez del análisis. Aparte de que, como insinué al comienzo, su descripción del chavismo aporta percepciones interesantes (Viejos amigos, peronistas furiosamente anti K, me han confesado que 30 años atrás habrían estado con Chávez).
Fernández Díaz, a mi entender, no está escribiendo el discurso de un dirigente de la Oposición actual (¿alguien puede concebir a un peronista, a Buzzi, a Macri, o aún a Carrió – para mencionar a figuras muy distintas – diciendo estas cosas?). Y por supuesto no es lo que dicen las tapas de Clarín, ni los editoriales de La Nación. Está sugiriendo una estrategia para los que puedan llevarla adelante, con un eco de Alfonsín recitando el Preámbulo de la constitución, allá por el año 1983. Todos somos hombres de nuestra generación.
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