Como ya avisé alguna vez en este blog, yo no soy un economista profesional. Más recientemente, dije que en el enero del Hemisferio Sur simplemente me negaba a hacer el trabajo necesario para hablar en serio de la situación actual (Pareto llamaba «ageometroi» a los que trataban de escribir sobre economía sin usar matemáticas). Pero sí puedo tratar de ayudar a otros amigos de a pie a entender un poco mejor lo que está pasando.
El punto que me parece importante tener en cuenta es que en esta crisis se unen dos realidades muy diferentes entre sí, que requieren herramientas distintas para analizarlas, y tiempos políticos muy diferentes para encararlas,
Una es una típica burbuja financiera, muy similar – hasta en su origen: los préstamos a particulares – a otra que vivieron los Estados Unidos en la década pasada, y no demasiado diferente de una media docena que vivió la Rusia postsoviética en ese mismo tiempo. El inevitable desenlace puede convertirse, por debilidades estructurales de la economía norteamericana y de la globalización financiera, en una recesión grave.
Esto, por supuesto, tiene consecuencias muy serias para los que pierden sus ahorros y los trabajadores despedidos. También nos afectará a los argentinos: nuestros mercados comprarán menos (anche los chinos: los yanquis les comprarán menos a ellos), pero, al «no gozar de la confianza de los inversores», no debemos temer que los fondos que no están invertidos en nuestro mercado se retiren bruscamente. Otros países vecinos no tendrán esa suerte.
Pero no es un evento tan terrible (excepto para los directamente perjudicados). Es un hecho lamentable pero frecuente – algunos dicen necesario – en el capitalismo, y sólo los troskistas muy ingenuos creerán que esta vez sí el sistema se derrumba. Los estados modernos cuentan con las herramientas para controlar sus efectos, y – desde la Depresión de 1929 – la voluntad política de usarlas. Como no reciben los consejos que reputados economistas brindan – por ejemplo – a gobiernos latinoamericanos, y si los reciben no les dan bolilla, entre la recesión y la inflación tienen claro cuál elegir. Eso sí, yo no ahorraría en dólares por lo menos por los próximos dos años.
Pero la otra realidad que contribuye a dar forma a esta crisis no es de corto plazo, ni es cíclica (excepto en las elucubraciones de Spengler y Toynbee). Es la decadencia como economía industrial de los Estados Unidos.
A pesar de que quiero ser breve (me voy de vacaciones) siento que debo aclarar cuidadosamente lo que estoy diciendo. No que es un concepto original, pero tengo que cuidarme de lo que dicen los que están furiosamente en desacuerdo y los que están entusiasmadamente de acuerdo. Entre estos últimos, estará un amigo que insiste que el trabajador estadounidense es la primera víctima de la globalización. Es cierto, pero también es cierto que el agricultor inglés fue la primera víctima del libre cambio; eso no quita que haya sido una política deliberada de Inglaterra, que la llevó a la hegemonía mundial.
Los que rechazarían mi expresión insisten que la economía norteamericana ha «madurado» o ha «evolucionado». Si Detroit es ahora parte del «rust belt», cinturón del herrumbre, y los empleos industriales se han ido a China, «es porque U.S.A. está en la economía del conocimiento». Sí, una parte de su fuerza de trabajo son técnicos y científicos de primer nivel mundial. Otra parte, inmensamente mayor numéricamente, sirve hamburguesas en McDonald o tiene trabajos pedorras similares, que forman parte del «tercer sector». Eso sí, son muy mal pagos y cada vez más son ocupados por inmigrantes; detalles que olvidan los tontos que han comprado la idea como proyecto para países como el nuestro.
Uno tiene que evitar las simplificaciones si quiere actuar sobre la realidad (mi fastidio particular es con la analogía con el Imperio Romano, que duró 500 años después de las Guerras Sociales entre Mario y Sila, que en USA aún no han empezado). En realidad, la mejor descripción de una analogía razonable con la situación norteamericana, para un lector no técnico, puede encontrarse en el clásico de Paul Kennedy, «Auge y caída de las Grandes Potencias», en la parte en que relata la transformación de la economía inglesa, de industrial a rentista, en el período entre 1870 y 1914. Teniendo claro que China no es la Alemania Imperial; la economía germana no estaba tan imbricada con la inglesa (a pesar de ser un mundo más «globalizado» y librecambista que el actual) como la china con la yanqui.
Recetas? No las tengo; especialmente, no un 23 de enero. Sólo mantengo que países como el nuestro deben tener ambas realidades, especialmente la segunda, en mente, si quieren tener un mínimo de control sobre su destino.
Hasta la vuelta en febrero.