¿Vieron en la última película de Suar, la «Tana» que se raya y tiene ganas de putear cuando algún tarado le dice algo así como «Fijate que coincidencia, tenemos el mismo signo!»? Bueno, a mí me pasa una cosa parecida con los aniversarios. Puede ser una pose, más o menos inconsciente, porque a menudo me termino enganchando con el tema evocado. Como ahora.
Pero reconozcan que el palabrerío que se ha volcado en los medios sobre el triunfo de Alfonsín y los veinticinco años de democracia puede fastidiar a cualquiera. Fue un momento muy importante, un punto de inflexión – como les gusta decir ahora – en nuestra historia. Pero – al menos en lo que he leído en los diarios – no encontré nada especialmente profundo o que me conmoviera. Era otra Argentina, y nosotros éramos otros.
Para una reflexión política, encontré válido lo que se dice aquí: La aceptabilidad de la derrota, esencia de la democracia. Aunque los argumentos los brinde un andaluz sin escrúpulos, Felipe González tiene razón cuando dice «La aceptabilidad previa (de la derrota) califica a las fuerzas políticas, porque se comprometen a competir … tanto a ganar como a aceptar perder. La democracia es el sistema más incierto que existe… Por tanto, es afortunadamente el más imperfecto. Los más perfectos son los totalitarios. En ellos todo es previsible. La democracia, por el contrario, tiene un elemento de incertidumbre muy fuerte. Y esa incertidumbre tiene que ser compensada con un compromiso cívico de las opciones, que son ofertas políticas, de aceptar las reglas del juego«
También vale para nosotros cuando dice «Nuestra cultura como españoles no es la del pacto. El que pacta está cediendo, traiciona sus ideas. Hay que ganar o perder, pero nunca convenir…» Alguien dijo que este es el único país donde una fuerza política tiene a orgullo llamarse «intransigente». No, no somos los únicos, ni está tan mal trazar una raya con los valores que no se puede abandonar. Pero exageramos, cuando nos convencemos que una lucha, legítima, por el poder es una lucha por principios eternos.
Atención: dije que esto es válido. Pero tengo una idea diferente sobre el hecho político que ocurrió hace 25 años. Es cierto que el peronismo se sorprendió – nos sorprendimos – con la derrota electoral, que no estaba en nuestros cálculos ni en los de (casi) nadie. Es cierto también que ahí el peronismo empezó a aprender a convivir con esa posibilidad. Y ese aprendizaje también hizo posible la democracia en nuestro país.
Pero a mí me parece que el hecho fundamental que cambió la realidad política argentina no fue un acuerdo tácito ni una transformación. Fue un hecho, tan definitivo como suelen ser los hechos: el justicialismo fue derrotado en las elecciones del ´83. Entonces, el peronismo podía ser derrotado en elecciones limpias. Esto lo cambió todo.
Porque el obstáculo principal para la vigencia de un sistema democrático no era el peronismo. Es cierto, en la práctica usaba todas las ventajas que en la tradición argentina daba, da, tener el gobierno. Y algunas macanas se mandó, también en nuestra mejor tradición nacional. Pero nunca abandonó, ni planteó abandonar, las formas legales de la democracia liberal y los mecanismos electorales. Con ellos triunfaba. Y eso era lo que la otra parte de la sociedad, la antiperonista y la no peronista, la otra Argentina, no podía soportar. Porque tenía la certeza, comprobada una y otra vez, que en elecciones limpias no podía ganarle al peronismo. Aún cuando ella tuviera el gobierno, y contara con el reaseguro del partido militar.
No voy a hablar aquí (me dicen que mis posts son demasiado largos) de la diferencia que separaba a esas dos Argentinas. Pero ese abismo dió origen a un odio que a su vez nos condujo a una guerra civil larvada que duró casi veinte años. Algo había amainado cuando una nueva generación se incorporó a la militancia, a fines de los sesenta. Pero dejó una herencia de violencia y rencores. Y una convicción reafirmada: en democracia, el peronismo ganaba. Por eso, una parte de la sociedad – más pequeña que en los ´50 y en los ´60, pero igualmente decidida y con fuerte presencia en las fuerzas armadas – empezó a preparar la nueva experiencia de gobierno militar el mismo día que el peronismo, desordenado y dividido, se hacía cargo del gobierno. Para ellos, la guerrilla era un pretexto a ser alentado.
Por supuesto, esta convicción también la tenía el peronismo: la mayoría la tenía asegurada. Perón nunca compartió esta ingenuidad: nunca, en ninguna elección incluída la del ´46, dejó de armar un frente con otras fuerzas. Pero a la dirigencia peronista le resultaba fácil creerlo. Si los contreras lo creían… Y no consideraba necesario corregir errores.
Después del ´83, la historia fue diferente. Y la experiencia Menem demostró que lo que se habría creído imposible, lo que Perón no logró en 1944, la alianza de los sectores del poder económico con una fuerza política que expresaba a los más humildes, era posible. Pero para que la lucha política se planteara en forma diferente y la democracia funcionara en Argentina, era necesario que los opositores al peronismo creyeran posible vencerlo en las urnas. Esto tiene implicaciones para el tiempo que vivimos. Pero por ahora, y con todas las limitaciones de esta democracia que nos legaron dos derrotas, la de Argentina en el Atlántico Sur y la de Luder en 1983, el hecho que podamos hacer política sin muertos – un requisito humilde pero muy valioso – se lo debemos en buena parte al Dr. Raúl Alfonsín y a Don David Ratto.