Réquiem por una Vaca Muerta

abril 28, 2020

Esta vez acompaño una breve nota de (mi) opinión que publiqué hoy en AgendAR con un posteo, también corto, para el mundo politizado del que este blog forma parte:

«(OPINIÓN) – El reciente episodio en el que los valores a futuro del petróleo resultaron negativos, disparó una serie de notas catastróficas sobre el futuro de la industria. El problema es que no son exageradas, ni se trata solamente de malas apuestas sobre los precios. Tampoco el problema se limita a las consecuencias de la pandemia, o una «guerra de precios» entre Rusia y Arabia Saudita.

La situación se origina cuando el mercado estadounidense, insaciable consumidor de petróleo, deja de ser el gran importador global. Hubo una gigantesca inversión en el «fracking», y EE.UU. pasó a ser exportador neto. Pero la economía global no crece con rapidez, y los costos ambientales de los combustibles fósiles empiezan a ser tomados en cuenta.

El resultado fue que este año comenzó en Estados Unidos una segunda ola de quiebras de petroleras medianas -cien, en las estimaciones más moderadas- que afectan también a los bancos y fondos de inversión que los financiaron. Es razonable suponer que el precio del petróleo permanecerá bajo por algunos años. Y es seguro que no habrá inversiones de riesgo en la explotación petrolera en el futuro previsible.

Esto significa para Argentina que el yacimiento Vaca Muerta no será, como esperó en su momento el gobierno de Macrí y más tarde el de Alberto Fernández- una carta salvadora para la economía argentina. Tampoco son buenas noticias para los países petroleros en general, pero esa no es nuestra preocupación inmediata.

En opinión de AgendAR, esto obliga a nuestro país, que tiene una «carta fuerte» en el mercado global -una mucho menos sujeta que el petróleo a los avatares de las burbujas y crisis- como productor de alimentos, a preguntarse qué es lo que va a exportar para conseguir las divisas que necesita su industria. Y como va a armonizar las necesidades de su mercado interno y su irrenunciable vocación industrial.»

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Aquí no estoy diciendo nada nuevo para los lectores del blog. Hace rato que señalo que las empresas petroleras -en la mejor tradición del capitalismo real- están pidiendo precios subsidio para mantener su personal, y su patrimonio.

También vengo diciendo aquí desde hace tiempo -año 2008, para ser precisos- que la actividad agropecuaria es el sector competitivo, en términos globales, de la producción argentina, además de algunos nichos de alta tecnología (nuclear, bioquímica, …). La industria la necesitamos para crecer, y dar empleo genuino para una población de 44 millones, pero en su conjunto no nos está dando divisas. Al contrario, las necesita.

Si repito esto ahora, es porque estamos en una crisis, que no la causa la pandemia (aunque la agrave en algunos aspectos). Y el síntoma es uno muy tradicional entre nosotros: la disparada del dólar. Frente a esto, del palo nac&pop, que es el mío, amigos economistas -jóvenes y de la tercera edad- hablan del IAPI. Del lado Clarín de la vida, Héctor Huergo defiende a los farmers y a Bayer y propone un «empréstito patriótico» en lugar de retenciones.

No digo que ambos lados sean equivalentes. No lo son. Pero lo que dicen es igualmente irrelevante. El problema no es la comercialización de los granos, sino que los productores no los están vendiendo. Como el dólar está subiendo, se quedarán sentados sobre ellos, esperando precios mejores. Lo que contribuye a que el dólar suba. Obvio.

(Esta pulsión por ganar más dinero es una consecuencia del neoliberalismo, por supuesto. Antes de Thatcher estas cosas no pasaban 🙂 )

Propongo dejar de lado las fantasías. El gobierno no está en condiciones -ni éste ni ninguno en los últimos 37 años- de requisar las cosechas. Ni a Stalin no le salió bien, y eso que tenía la NKVD… Además, no los veo a mis amigos militantes manejando cosechadoras.

Lo que el gobierno debe hacer es encontrar las herramientas fiscales para resolver esto, con la mezcla de siempre en política de presión y negociación. Y no da para un debate de años: el presidente, Kulfas, Guzmán, y no más de una docena de nombres que todos conocemos con el poder político necesario deben consensuarlas. La tarea del resto de nosotros es entender la situación y comunicarla con acierto.


La política y el Mercosur

abril 27, 2020

(Otra vez recurro a reproducir en el blog un artículo de AgendAR, sin agregarle nada. O sí, al final un párrafo breve y superficial, como consejo interno).

El Mercosur ha sido una política de Estado de los distintos gobiernos argentinos, y de los también cambiantes gobiernos de los otros países miembros, desde 1985, cuando los presidentes de Argentina y Brasil, Raúl Alfonsín y José Sarney, suscribieron la Declaración de Foz de Iguazú. «Política de estado» no significa que no tuvo oposición, aquí y afuera. Pero lo que aparece sorprendente en el momento actual es que los que mantenían posturas críticas, aparecen horrorizados por una «ruptura» o, peor, una «salida» argentina del Mercosur.

Corresponde entonces darles una buena (o mala, según quien la reciba) noticia: Argentina no se ha ido del Mercosur, y conserva el derecho -si decide ejercerlo- de bloquear las negociaciones del bloque con terceros países. Ese mismo derecho, dicho sea de paso, lo tienen también los otros tres miembros.

Reproducimos, con su permiso, este lúcido y profesional informe del diplomático argentino Ricardo Arredondo @arredondos:

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«El 24 de abril, en el marco de una reunión de Coordinadores Nacionales del Grupo Mercado Común sobre relacionamiento externo, el representante argentino, Jorge Neme, comunicó la decisión del gobierno nacional de suspender la participación de la República Argentina en los diferentes procesos de relaciones externas que lleva adelante el bloque. Con la excepción expresa de los acuerdos ya firmados, aunque aún pendientes de entrada en vigor, con la Unión Europea (UE) y con la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA) (que integran Suiza, Noruega, Liechtenstein e Islandia); la Argentina manifestó su decisión de no continuar participando de los procesos negociadores en curso con Corea del Sur, Singapur, Líbano y Canadá y en los por iniciarse, como con la India, entre otros.

La decisión fue motivo de diversas críticas, aunque a mi juicio se encuentra correctamente fundamentada en la decisión de salir de un proceso negociador que inevitablemente iba a llevarnos a resultados desfavorables para el país. Como lo reconoció el canciller de Brasil, se trata de una posición que venía anticipándose a nuestros socios, que no quisieron, supieron o pudieron escucharnos.

Por otra parte, se trata de procesos de negociaciones comerciales externas a los que se entró sin haber realizado un estudio adecuado de las eventuales ventajas y perjuicios que podían producirse para nuestro país y sin haber efectuado un proceso de consultas internas con los diferentes sectores involucrados. Por lo tanto, de lo que se trata, utilizando una frase de la anterior administración, es de hacer efectivamente una “inserción inteligente”, evaluando los perjuicios y beneficios de nuestras interacciones.

Como en la mayoría de las cuestiones de la agenda internacional, no se trata de un elemento nuevo introducido por la pandemia del coronavirus, sino de algo que esta crisis ha acelerado. Emanuel Porcelli señala acertadamente que desde mediados de 2019, algunos países (particularmente Brasil) venían presionando para obtener dos objetivos: una aceleración de las negociaciones comerciales externas, especialmente la conclusión de ciertos acuerdos de libre comercio, y una reducción, lo más baja posible (con pretensiones cercanas a 0%) del arancel externo común (AEC).

Seguir adelante con este proceso, sumado a las dificultades propias de la situación económica argentina, se hubiera traducido en una receta peligrosa para intentar algún tipo de recuperación de industrial nacional.

Esta decisión no significa en modo alguno que la Argentina vaya a adoptar una política de aislamiento o encierro. Como dice el comunicado de prensa, el Mercosur es “mucho más que la geografía y la historia”. Argentina ha reafirmado su pertenencia a este espacio geográfico y estratégico común, su disposición a continuar trabajando con nuestros socios y, además, va a seguir interactuando, trabajando y comerciando con el resto del mundo como lo ha venido haciendo hasta ahora. La ratificación de los compromisos ya firmados con la UE y la EFTA son una clara evidencia de que la Argentina no está planteando la ruptura del Mercosur.

El comunicado emitido por la presidencia pro-tempore del Mercosur, en manos de Paraguay (que AgendAR reprodujo aquí) expresa que “La República Argentina … indicó que no será obstáculo para que los demás Estados Partes prosigan con los diversos procesos negociadores”. Esa afirmación no se encuentra contenida en el comunicado emitido por la Cancillería argentina. Al respecto, cabe recordar que la Decisión CMC 32/00, que sienta las bases para el relacionamiento externo del Mercosur, obliga a los Estados Miembros del Mercosur a negociar de manera conjunta los acuerdos con terceros (art. 2) por lo tanto, hasta tanto esa norma no sea modificada, la República Argentina conserva una capacidad de bloqueo respecto de esas tratativas externas.

Aquí el desafío consiste en encontrar un camino intermedio entre dejar que los socios avancen libremente hacia una apertura irrestricta y obstaculizar esas negociaciones. En este punto, existe claramente no solo una división ideológica sino también de percepción y visión respecto de lo que debe ser el futuro, pero no por ello me parece que debemos quedarnos afuera. Creo que esa decisión no beneficiaría a la Argentina.

El impacto y las consecuencias de esta crisis son multifacéticas y, en particular, los efectos del COVID-19 generarán la recesión más grande que ha sufrido la región desde 1914 y 1930. Se prevé un fuerte aumento del desempleo con efectos negativos en pobreza y desigualdad. Basta leer los informes del FMI, la OMC y la CEPAL, entre otros, para percibir la complejidad del mundo que se avecina. Ninguno plantea un escenario favorable. El panorama parece bastante volátil y es conveniente acampar hasta que aclare. En medio de esta incertidumbre, no parece razonable avanzar en un proceso de negociaciones comerciales

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Vale la pena recordar, para poner este episodio en contexto, que Paulo Guedes, el «superministro» de Economía de Jair Bolsonaro se pronunció desde el comienzo contra el Mercosur. Dijo en junio de 2019 -cuando el presidente argentino era Mauricio Macri- que «trabó el crecimiento«, y reiteró dos meses después que «Brasil sai do Mercosul se Argentina frear abertura do bloco«.

No hay que confundirse, entonces. El punto decisivo es que el actual presidente de Brasil y su Ministro  quieren llevar al mínimo o directamente a 0, como señala Arredondo, la pieza clave del Mercosur, el Arancel Externo Común.  Sin él, los productos industriales argentinos, y brasileños, competirían dentro de los cuatro países en igualdad de condiciones las exportaciones de EE.UU., la U.E., China, Indonesia…

No es una idea «descolgada» de Bolsonaro y de algunos de sus colaboradores, obvio. Hay quienes apoyan su proyecto en Brasil, y también en Argentina, por ideología o por intereses miopes de corto plazo. Pero eso ya se sabe. La pregunta es si habrá una coalición de sectores e intereses en Argentina lo bastante sólida que derroten ese proyecto y afirmen un destino agroindustrial sustentable. También es la pregunta en Brasil, y a la larga, las respuestas están vinculadas.


Un consejo informal: En nuestras peleas internas se puede escuchar a los que exigen que el ministro de Relaciones Exteriores hable bien el inglés, confundiendo su tarea con la de los traductores. Por mi parte, creo que la Cancillería debe formar muchos diplomáticos que dominen el mandarín, y otros que -aunque en India uno se puede arreglar con el inglés- conozcan el hindi, en escritura devanagari. Pero, a la luz de lo que pasó el jueves, tener algunos que se manejen en guaraní no estaría mal.


No son «maniobras especulativas». Se llama «fuga de capitales»

abril 24, 2020

El tema central de AgendAR es la producción argentina. Por eso la mayoría de las noticias que aparecen ahí -salvo cuando estamos en medio de una pandemia, claro- tienen que ver con los procesos productivos, la incorporación de tecnología… Y el conocimiento y la valoración de lo propio, por supuesto. Porque producir, lo hacen los hombres y mujeres que tienen las herramientas y el orgullo.

Pero… tampoco la pavada. Una justificada satisfacción con nuestros logros no puede cegarnos a lo que nos falta. Mantener una moneda nacional relativamente estable. (Digo relativamente, porque no es este un momento de estabilidad para todas las monedas. El «wise money» huye hacia el oro. Pero aquí estamos tan mal que huye al dólar). Por eso en una de las notas de hoy del portal concluimos con estos dos párrafos de abajo, y en el título de este posteo agregamos la aclaración quizás necesaria para algunos de los lectores.

«En la falible opinión de AgendAR, el factor central de esta «tormenta cambiaria» -más allá de las previsibles operaciones- es la huida del peso; la decisión de los que tienen fondos, grandes o pequeños, de cambiarlos por dólares, hasta arriesgando sanciones legales. Aunque, ya lo dijimos hace poco, no es un buen momento para la divisa norteamericana.

No se trata entonces -estimamos- de «presiones inflacionarias causadas por la emisión». No hay ninguna presión del consumo sobre los precios, salvo en pequeños sectores de insumos médicos y artículos de limpieza. Pero si las autoridades económicas no consiguen que los poseedores de pesos no corran a cambiarlos por dólares, habrá dos consecuencias negativas e inevitables: los exportadores no querrán vender al cambio oficial, y esta devaluación desordenada se trasladará, más temprano que tarde, a los precios


¿Bajo lo sombra de la Gran Depresión? No. En todo caso, de la Gran Guerra

abril 19, 2020

Los economistas tienen una curiosa pulsión por hacer pronósticos (No como los contadores, que siempre ponemos algo así como «los estados contables que he tenido ocasión de auditar presentan razonablemente…»). Curiosa porque la mayoría de los pronósticos se equivocan. Pero no es irracional: si aciertan en uno, les sirve para hacerse propaganda como «el que predijo…». No son muy distintos en eso de la mayoría de los pronosticadores.

Frente a la catástrofe económica, además de la sanitaria, que ha provocado el coronavirus, hasta los burócratas del F.M.I. se han contagiado. La misma Kristalina Georgieva -no de lo más imprudente que ha tenido esa institución- ha dicho que será «la peor crisis desde la Gran Depresión de 1929«. Y ya es un lugar común entre economistas, y a pesar de eso cierto, anticipar que las consecuencias serán peores que la Crisis de 2008 (que no fueron menores, sobre todo para esta parte del mundo: marcó el fin de precios altos de las commodities).

Lo que me impulsa a escribir uno de estos breves y desordenados posteos -todo lo que puedo hacer en estos días en el blog- es lo que creo un error en el diagnóstico que puede traer consecuencias serias a los que tienen que tomar decisiones para el después de la pandemia.

En mi falible opinión, lleva a engañarse comparar la destrucción de la economía productiva que presenciamos con la que se produjo a partir de 1929 hasta -según los países- algún año avanzado de la década de los 30. Porque la Gran Depresión fue resultado de las mismas fuerzas internas del sistema económico (y político) vigente hasta ese momento. Simplificando, una gran burbuja que se pinchó un 29 de octubre de 1929.

Lo mismo con la Crisis de 2008. El primer pinchazo de esa burbuja es de 2007, con el derrumbe de las hipotecas basura. La diferencia fue que los Estados y los bancos centrales habían aprendido -poco- de la experiencia anterior. Sólo lo suficiente para salvar a la mayoría de los grandes bancos.

Lo que estamos viviendo es algo totalmente distinto. Es cierto que el escenario económico global estaba repleto de malas señales. Y, también en mi opinión, la etapa que comenzó en los ’80 con la simbiosis entre las economías de EE.UU. y la Unión Europea con el «taller global» de China, que un economista bautizó Chimerica, sufre en 2008 el golpe del que no puede reponerse. Desde entonces hemos visto el lento derrumbe de ese esquema, y respuestas improvisadas. La que ha tenido más prensa, buena y mala, es la de Trump, pero la «nueva Ruta de la Seda» también puede verse en esa luz.

Pero… a partir de diciembre ´19 aparece el verdadero «cisne negro». O, mejor, cae el asteroide. La pandemia, y el confinamiento que es la única (pobre) respuesta que tenemos hasta ahora, golpeó a todas las economías con una velocidad y una profundidad mucho mayor que lo que sucedió hace 90 años.

Por eso la comparación válida –y que apunta a las consecuencias– es con la Primera Guerra Mundial, de 1914 a 1918, la que en ese tiempo llamaban la «Gran Guerra». Es cierto que ese conflicto tuvo su origen en las tensiones, económicas y de las otras, entre las Grandes Potencias (¿también el coronavirus? insinúa gente mala), pero la destrucción de las economías no las causó la inflación, la recesión, el desempleo… los males habituales. Fueron las decenas de millones que abandonaron sus trabajos por la guerra, la paralización de la mayoría de las actividades civiles, la interrupción del comercio internacional y de las cadenas de suministro locales… ¿Suena parecido a lo que sucede en esta pandemia? Es parecido.

No con la Segunda Guerra Mundial. No hay destrucción de la planta física de la producción. En la Primera Guerra no había bombardeos masivos; los aviones y dirigibles eran demasiado primitivos.

El punto -finalmente llegamos a eso- es que si mi comparación es correcta, cuando finalice la necesidad del confinamiento masivo, la recuperación de la actividad económica puede ser muy rápida. La planta física está prácticamente intacta, la gran mayoría de los trabajadores, formales e informales, los técnicos, los especialistas estarán vivos y muy ansiosos de volver a la actividad… Las víctimas de esta pandemia son, también en gran mayoría, veteranos, con problemas de salud… Habrá más bajas en los niveles de dirección, pero de ellos se acuñó la vieja frase «el cementerio está lleno de hombres imprescindibles».

De las necesidades de consumo y reposición de maquinarias no es necesario abundar. Los países medianos como el nuestro -y por supuesto las Grandes Potencias- habrán recuperado las herramientas de estímulo y control de la economía moderna que ensayaron en la Gran Guerra y desarrollaron en la Segunda. Por supuesto, las instituciones e intereses de la globalización financiera tratarán que las olviden de nuevo, pero la lección es demasiado fresca…

No quisiera que este posteo se lea como un canto de optimismo. No se me ocurre nada que garantice que en cada país -en particular el nuestro- la recuperación posterior sea bien manejada. Solamente señalo que la recesión, la estanflación no son un destino inevitable.

Para volver al ejemplo histórico: Inglaterra trató de mantener a la libra como la moneda internacional y aferrarse al patrón oro, y pagó un alto precio. EE.UU. fue el gran favorecido del auge posterior, pero acompañado de escándalos de corrupción. Alemania fue el caso más lúgubre: la hiperinflación destruyó a la república de Weimar y a su sociedad…

Si me animo a ofrecer un consejo a nuestro gobierno, es que le conviene afinar ahora -en las circunstancias muy especiales que impone la pandemia- las herramientas que permitan enfrentar los dos problemas crónicos de la economía argentina: la ausencia de un medio de ahorro e inversión confiable que no sea el dólar (hoy yo no lo veo muy confiable, la verdad ¿pero cuál es la alternativa?), y la inflación inercial «todo aumenta porque todo aumenta». Pero desarrollar eso requeriría el tiempo, y el talento, que no tengo disponible.


Los tests para detectar coronavirus, en Argentina

abril 11, 2020

Hay que reconocer que esta pandemia, por todos sus males, ha hecho maravillas por la educación pública en nuestro país. A los millones de directores técnicos y economistas que ya teníamos, le agregó en pocas semanas, una cantidad igual de epidemiólogos.

Muy argento todo. Por eso mismo, incorporó consignas a nuestra guerra de hinchadas. El bando antiperonista ya sumó a los tradicionales «No existís!» y «Son todos negros!», el nuevo hit «Tests masivos!». Que es un pedido razonable, eh, pero lo corean quienes no reconocerían un test si les cae encima.

La necesidad y las facilidades para testear más de lo que se hace hasta ahora las tocamos en AgendAR en, por ejemplo, aquí y aquí. Nora Bär, de lo mejor en periodismo científico, explicó en La Nación Porqué la Argentina no hace tests masivos. Y hoy reportea al infectólogo Eduardo Lópes -uno de los que saben- que dice que «Hay que testear más«.

Ahora, si soy uno de los que no sabe ¿qué estoy haciendo ahora en el blog? Bueno, no soy experto en virus, pero algo conozco de política y de lógica (2 disciplinas distintas) y quiero hacer un modesto, y breve aporte para encarrilar el debate, para los que le interesa hacerlo en serio y no somos epidemiólogos.

Los tests hoy se hacen en Argentina a los que presentan síntomas evidentes, y a algunos -cientos, ¿miles?- de «asintomáticos». Hacer más diagnósticos, cuantos más mejor, nos da más información -la muestra es más grande- sobre la velocidad del contagio, la letalidad de la infección (es decir, qué probabilidades hay que, si te infectás, te mueras, tengas una enfermedad grave, o ni te enterés),… Más importante todavía: dice si en algún sitio hay pocos o muchos infectados, lo que ayuda a hacer un mapa territorial del contagio.

Si supiéramos que el que se infectó queda inmune, daría más tranquilidad a los que se detectan pero no muestran síntomas. Pero lamentablemente no hay certeza de eso.

Más tests, además, hacen quedar mejor a los gobiernos: si se detectan más infectados -y ya sabemos que se detectarán muchos más- baja el % de hospitalizados y de muertos sobre ese total.

Eso sí, los tests no curan a nadie. Ni iqmpiden que el testeado se contagie. Entonces, alguien tiene que decidir cuántos recursos, en guita, en capacidad de los laboratorios, sobre todo, en personal entrenado y valiente se dediquen a esa tarea, a cuidar a los enfermos, a controlar la cuarentena….

En general, es preferible que los que toman esas decisiones respeten la opinión de los médicos, especialmente si son especialistas en virus o en epidemias. Los médicos no son infalibles -nadie lo es- y encuentro que como grupo y con nobles excepciones, son soberbios y difíciles de convencer. Uno sabe como le amargaron la vida al pobre Semmelweis antes de aceptar su evidencia sobre las infecciones y el lavado de manos. Pero entre ellos y los boludos que tuitean… no hay elección.


García Márquez y un relato de Malvinas

abril 2, 2020

Uno no quiere pegarle a García Márquez. Colombiano, escritor talentoso,… Pero un famoso artículo que escribió un año después del final de la guerra en el Atlántico Sur es un ejemplo demasiado perfecto de como se construye un relato derrotista, después de una derrota real. Y de los mecanismos que llevan al periodismo, aún al talentoso, a construir esos relatos.

Juan Terranova, y la revista digital Paco, merecen un homenaje por su coraje al meterse con un mito literario y uno político, para reivindicar el coraje de soldados que no fueron mitos. Mi homenaje, por lo que valga, es copiarlo en mi blog.

«El miércoles 6 de abril de 1983, el diario El País de España publicaba el artículo de opinión “Las Malvinas, un año después”, firmado por Gabriel García Márquez. Existe una edición digital para su consulta. “Las Malvinas, un año después” comienza con una escena más parecida, por su forzado patetismo, a una remanida leyenda urbana que a las palabras de un escritor ocupado en comentar algo tan serio y dramático como una guerra. De entrada, entonces, García Márquez presenta el conflicto bélico del Atlántico Sur con una anécdota dudosa, que pretende ser trágica pero despierta dudas.

Escribe García Márquez: “Un soldado argentino que regresaba de las islas Malvinas al término de la guerra llamó a su madre por teléfono desde el Regimiento I de Palermo, en Buenos Aires, y le pidió autorización para llevar a casa a un compañero mutilado cuya familia vivía en otro lugar. Se trataba -según dijo- de un recluta de 19 años que había perdido una pierna y un brazo en la guerra y que además estaba ciego. La madre, feliz del retorno de su hijo con vida, contestó horrorizada que no sería capaz de soportar la visión del mutilado y se negó a aceptarlo en su casa. Entonces el hijo cortó la comunicación y se pegó un tiro: el supuesto compañero era él mismo, que se había valido de aquella patraña para averiguar cuál sería el estado de ánimo de su madre al verlo llegar despedazado.”

¿A qué dudas me refiero? Cualquiera que haya tratado a un veterano de Malvinas sabe el rol que cumplieron las madres durante el conflicto y ya iniciada la posguerra. Es difícil creer en esa negativa telefónica. Hubo y existe todavía una solidaridad muy grande entre los veteranos y sus familias. ¿Una madre que le dice que no a un hijo que vuelve de la guerra? ¿Una madre que niega su asistencia, por asco o aprehensión, a un compañero de armas de su hijo que encima está lastimado? Resulta difícil de creer. Por otra parte, la copiosa bibliografía sobre la guerra de Malvinas, sus causas y consecuencias, nunca habla de un suicidio en el Regimiento 1 de Palermo, que entendemos es el Regimiento de infantería 1 Patricios. ¿Un soldado se suicida en un regimiento y no queda asentado en ningún documento, periodístico o historiográfico? De hecho, no hay información al respecto. Tan simple como eso. García Márquez pone una excusa: la dictadura domina la prensa y oculta estos hechos. Pero, entonces, ¿cómo los conoce él? El novelista colombiano asegura que esas historias “andan por el mundo entero en cartas privadas recibidas por los exiliados”. Y luego agrega: “Hace algún tiempo conocí en México una de esas cartas y no había tenido corazón para reproducir algunas de sus informaciones terroríficas”. Pero el “corazón” para hacer pública esa información, oportuno, aparece gracias al festejo del triunfo británico en la prensa inglesa y norteamericana. Luego, el escritor agrega que la guerra fue “absurda”, usando un adjetivo que ya nada dice sobre nada, y mucho menos sobre una guerra.

Antes de comenzar a examinar el catálogo de idiotismos, mentiras, verdades a medias y burradas que componen el centro de “Las Malvinas, un año después”, me detengo en ese adjetivo porque El País provee también en su plataforma digital otro artículo de García Márquez, esta vez de un año antes, del 14 de abril de 1982, donde Gabo pide por los desaparecidos, señalando que, con la guerra, “el general Galtieri no ha hecho más que poner las cosas en su puesto. Pero lo ha hecho con un acto legítimo cuya finalidad es torcida”. El camino que lleva de las cosas “en su lugar” y el “acto legítimo” al “absurdo” toma un año. También sirve, claro está, saber quién ganó la guerra.

Lo dicho: el núcleo del artículo expone un catálogo de infamias en el que se mezclan medias verdades y groseras mentiras. Repasar esa lista, punto por punto, no es una actividad ociosa y puede ayudar a entender, ni más ni menos, cómo procesamos y entendimos los argentinos la guerra. Sé que comentar cada una de estas afirmaciones puede percibirse como algo mecánico pero bien vale el esfuerzo.

Dice García Márquez: “Ahora se sabe que numerosos reclutas de 19 años, que fueron enviados contra su voluntad y sin entrenamiento a enfrentarse con los profesionales ingleses en las Malvinas, llevaban zapatos de tenis y muy escasa protección contra el frío, que en algunos momentos era de 30 grados bajo cero”.

Lo primero que habría que decir aquí es que si un recluta está bajo bandera poco importa su voluntad. Como sucede en todas las guerras, hubo muchos soldados que no querían ir. Pero también es un hecho que el nivel de deserción en relación a Malvinas fue mínimo o incluso nulo. Los soldados clase 63 que habían sido dados de baja y vueltos a llamar al servicio acudieron con orgullo y sin dudar a la movilización. Por no contar la gran cantidad de voluntarios que hubo dentro y fuera de las distintas armas. Cuando García Márquez dice que estos soldados no tenían entrenamiento se refiere a los de la clase 62, muchos de los cuales, es cierto, no habían terminado su formación militar básica. Pero en ningún caso se trataba de la totalidad de la tropa llevada a las islas. La cita también opone jóvenes conscriptos argentinos a militares profesionales ingleses instalando una idea que tiene sus matices. Muchos de los paracaidistas británicos que murieron en Longdon y Tumbledown, por poner dos ejemplos, eran tanto o más jóvenes que los conscriptos argentinos.

Sobre los “zapatos de tenis”, figura que se instaló de manera contundente en el imaginario popular argentino, hay que decir que ningún soldado peleó en zapatillas. Si los conscriptos argentinos las llevaron fue porque se trataba de una tropa de ocupación. Y las zapatillas eran muy útiles a la hora de secar los borceguíes, de los cuales algunos soldados incluso tenían dos pares. Los borceguíes argentinos resultaron de tal calidad, con suela cosida y caña alta, que existen pruebas de que muchos británicos se los sacaban a los prisioneros como botín de guerra. Con respecto al abrigo es posible que fuera deficitario, aunque no en todos los casos, y hay que señalar que jamás hizo en Malvinas 30 grados bajo cero ni durante la guerra ni antes ni después. La amplitud térmica en las islas va de 24°, como máximo en verano, y -5° en invierno, con una media de que oscila entre 3 °C en invierno y 8 °C en verano. Solo como referencia vale consignar que en la Antártida la temperatura promedio es de -20 °C  a 0 °C.

Sigue García Márquez: “A muchos tuvieron que arrancarles la piel gangrenada junto con los zapatos y 92 tuvieron que ser castrados por congelamiento de los testículos, después de que fueron obligados a permanecer sentados en las trincheras. Sólo en el sitio de Santa Lucía, 500 muchachos se quedaron ciegos por falta de anteojos protectores contra el deslumbramiento de la nieve”. Las muy citadas gangrenas o pie de trinchera de Malvinas fueron un hecho cierto y lamentable de la guerra. Los oficiales y suboficiales argentinos muchas veces no supieron cómo proteger a sus soldados del frío y la humedad. Y muchas veces no quisieron hacerlo, demostrado un gran de crueldad y falta de criterio castrense. Sin embargo, los británicos también sufrieron esos problemas que les causaron bajas y dificultades a la hora de marchar hacia Puerto Argentino. Con respecto a los “92 castramientos” no hay fuente que hable de ese número, ni encontré referencia alguna a esa patología. ¿Tenemos que suponer que García Márquez inventa? ¿O que esas cartas de los exiliados a las que tuvo acceso mienten?

En Malvinas se dieron muchísimos abusos lamentables dentro de las Fuerzas Armadas que hablan de una formación militar deficiente y una soberbia criminal. Muchos de ellos fueron denunciados por los centros de veteranos y organismos de Derechos Humanos. Las presentaciones que se hicieron fueron esmeradamente prolijas y siempre con responsabilidad y compromiso de parte de los denunciantes. Pero la pregunta por la fuente, por esos noventa y dos castrados, sigue en pie: ¿de dónde saca esa información y ese número García Márquez? Lo mismo ocurre con los “500 ciegos del sitio de Santa Lucía”. Aunque es verdad que los soldados argentinos fueron equipados con anteojeras contra el viento que rápidamente se estropearon, no existe registro de casos de cegueras masivas durante la guerra. Amén de que “el sitio de Santa Lucía” no refiere a ningún hecho que haya ocurrido durante la recuperación y los combates.

Enseguida, a los castrados, García Márquez les agrega los violados: “Con motivo de la visita del Papa a Argentina, los ingleses devolvieron 1.000 prisioneros. Cincuenta de ellos tuvieron que ser operados de las desgarraduras anales que les causaron las violaciones de los ingleses que los capturaron en la localidad de Darwin”. Las batallas de Darwin y Goose Green, así como el cautiverio de los combatientes argentinos de esas batallas, están ampliamente documentadas. Véase, para empezar, la exhaustiva entrada que Wikipedia le dedica. Tanto conscriptos como oficiales y suboficiales, así como oficiales de alto rango, dejaron su testimonio sobre ese momento de la guerra. Muchos de ellos siguen malvinizando hoy en día al contar su historia. Nadie jamás habló de esos hombres ultrajados.

Detengo el análisis punto por punto para anticipar una pregunta: ¿cómo podía llegar a sentirse un soldado que había vuelto de la guerra al leer estas mentiras? García Márquez nunca se hizo esa pregunta. Lo que sí hace es agregar sobre los prisioneros que su “peso promedio era de 40 o 50 kilos, muchos padecían de anemia, otros tenían brazos y piernas cuyo único remedio era la amputación y un grupo se quedó interno con trastornos psíquicos graves”.

Esto es rotundamente cierto. Si García Márquez se hubiera centrado en esta información no habría forma de desmentirlo o rebatirlo. El hambre durante la guerra de Malvinas fue y es un hecho central del conflicto. También, como en todas las guerras, las patologías que se señalan. Pero en vez de dar precisiones sobre la falta de alimento para la tropa, que no fue un hecho regular y uniforme, el colombiano prefiere especular sobre el uso de las drogas en combate de una manera tan ingenua como contradictoria. Drogas en las guerras hubo siempre, desde el hachís de los guerreros turcos hasta la investigación de Norman Ohler con el uso de la pervitina durante la Segunda Guerra en el ejército alemán. En Los pichiciegos, Enrique Fogwill imagina cómo la administraban los británicos en Malvinas. Hay un poco de mojigatería en esa denuncia de uso de fármacos, pero sobre todo mucha fantasía. No existen registros de que los soldados argentinos fueran inyectados ni se les proporcionará ningún tipo de estupefaciente.

El párrafo dedicado a las pésima logística argentina también tiene una base de verdad. Causa directa de los problemas de nutrición, culpa real del Ejército y del Estado Mayor Conjunto, los errores logísticos en Malvinas fueron muchos y determinantes para que la guerra se perdiera. El Ejército no planificó, se desentendió de ese asunto central y expuso a sus hombres al frío y al hambre. Pero eso no ocurrió con la Armada y la Fuerza Aérea. Y hubo también muchas excepciones dentro del mismo Ejército. Sin embargo, aquí García Márquez acierta y su conclusión fue luego apoyada por el Informe Rattenbach. Las diferentes armas no coordinaron sus esfuerzos ni colaboraron antes ni durante la guerra, sino que incluso a veces rivalizaron en cuestiones tan importantes como la cadena de abastecimiento que unía las islas al continente. Pero, en vez de ahondar en ese tema, central para entender la derrota, García Márquez vuelve rápidamente a fabular. Copio el párrafo que sigue:

“Frente a condiciones tan deplorables e inhumanas, el enemigo inglés disponía de toda clase de recursos modernos para la guerra en el círculo polar. Mientras las armas de los argentinos se estropeaban por el frío, los ingleses llevaban un fusil tan sofisticado que podía alcanzar un blanco móvil a 200 metros de distancia y disponía de una mira infrarroja de la más alta precisión. Tenían además trajes térmicos y algunos usaban chalecos antibalas que debieron de ocasionarles trastornos mentales a los pobres reclutas argentinos, pues los veían caer fulminados por el impacto de una ráfaga de metralleta y, poco después, los veían levantarse sanos y salvos y listos para proseguir el combate”.

Hablar de “círculo polar” es un error grosero similar al de decir que en Malvinas hacían 30 grados bajo cero. Con solo mirar un planisferio uno comprende que las islas no están ni cerca del Círculo Polar. Por su parte, la diferencia de armamento es un tema delicado. Existió. Pero no necesariamente en las unidades de infantería que combatieron en las islas. Los dos bandos armaban a sus soldados de a pie con el FAL de munición NATO 7,62. Algunos argentinos tenían la nueva versión con culata calada y rebatible, más fáciles de transportar que los fusiles de culata de madera, y por eso algunos británicos los robaban como botín de guerra. Sin embargo, la gran diferencia se dio en el combate aéreo con los muy modernos misiles Sidewinder con los que Estados Unidos proveyó a los británicos. La descripción de esos supuestos “chalecos antibalas” a prueba de ráfagas de ametralladoras es una estupidez que no merece el mínimo análisis. Que los ingleses tuvieran “trajes térmicos”, menos delirante, también es falso. Por otra parte, lo de “trastornos mentales”, escrito al pasar por el colombiano, sería uno de los problemas más específicos de la posguerra. ¿Se puede hablar de “trastornos mentales” en relación a una guerra con tanta ligereza? Esos problemas llegaron y, cuando no se hicieron presentes, su sospecha condicionó la vida de los soldados que volvieron, más allá de esas armas de ciencia- ficción.

Luego García Márquez dice citar a “un testigo de aquella carnicería despiadada” y escribe sobre la participación de los gurkas: “La velocidad con que decapitaban a nuestros pobres chicos con sus cimitarras de asesinos era de uno cada siete segundos. Por una rara costumbre, la cabeza cortada la sostenían por los pelos y le cortaban las orejas”. ¿Decapitaciones? No hay un solo testimonio de que haya habido decapitaciones durante la guerra, más allá de que los soldados nepaleses no usaban cimitarras, un arma blanca de Oriente Medio que nada tiene que ver con Nepal ni con Malvinas.

Lo que sí hubo, al parecer, fue un suboficial inglés que se dedicó a cortar orejas de soldados argentinos. La historia se cuenta en el libro Green-Eyed Boys: 3 Para and the Battle for Mount Longdon publicado en 1996 y escrito por Adrian Weale, ex oficial de inteligencia militar, hoy historiador, y Christian Jennings, ex miembro del Regimiento de Paracaidistas Territoriales, hoy periodista de tv. Según una reseña del libro en La Nación, el corporal Stewart McLaughlin peleó con valentía en Malvinas y cayó en combate pero “fue privado de honores póstumos por la grosera colección de orejas que había arrancado del enemigo. Weale y Jennings dicen que al menos uno de estos infames trofeos fue removido de un soldado argentino todavía vivo. El nombre de McLaughlin no figura en la lista de héroes”. Como puede verse, no se trata de decapitados. Ni tampoco de un soldado de Nepal. Las demás cosas que dice García Márquez sobre los gurkas tampoco tiene ningún respaldo historiográfico.

Después de tanta invención, García Márquez dice, en el final del artículo: “Confío, sin embargo, en que el recuerdo de los hechos inconcebibles de aquella guerra chapucera nos ayude a entendernos mejor”. La guerra, entonces, ya no es “absurda” sino “chapucera”. ¿Qué significa “chapucera”? El diccionario de Google ofrece dos definiciones: “1. Persona. Que trabaja o hace las cosas con poco cuidado, sin técnica o con un acabado deficiente. 2. Adjetivo. Que está mal hecho o está hecho con poco cuidado, sin técnica o con un acabado deficiente”. Es posible, no lo niego, caracterizar una guerra de esa manera. Pero solo cuando termina. Difícilmente una guerra que se gana es “chapucera”. Son los perdedores los que reciben ese adjetivo cuando la confusión, el humo y los bombardeos terminan. Con los artículos de opinión no hay que esperar tanto. En el momento o con el diario del lunes, el lector puede estimar hasta donde el autor sabe de lo que habla, si su escritura presenta un “acabado deficiente”, y mucho más si insiste con mentiras o trata de engañar.

Leyendo “Las Malvinas, un año después” se comprende que García Márquez tenía la suficiente información para escribir un artículo serio y de bases firmes. Pero eligió hacer otra cosa. Optó por dejarse llevar por una copiosa imaginación bélica, llena de exageraciones y datos falsos. La guerra de Malvinas no fue como la describe el bueno de Gabo. Y si tuvo un saldo obsceno, y lo tuvo, no es el que se lee en ese artículo. Algo principal: García Márquez olvida el desempeño de las otras fuerzas. Solo habla de los conscriptos que pelearon en las trincheras de las islas. Olvida la Fuerza Aérea, olvida a la Armada, a la Prefectura, a la Gendarmería. Olvida o desconoce a los marineros mercantes, a los pilotos del Escuadrón Fénix y otros civiles que participaron del conflicto. Su mirada resulta así tan sesgada como atolondrada y obtusa.

¿Qué mejor fuente que el enemigo para conocer la verdad? Ellos no pueden estar atravesados por una mirada de reivindicación argentina o ser acusados de promotores de la dictadura. En Internet es posible encontrar elogios del teniente coronel David Chaundler, que asumió de comandante del 2º Batallón de Paracaidista tras la muerte del teniente coronel Herbert Jones, al Regimiento de Infantería Mecanizado número 7 de La Plata que peleó en el Monte Longdon. Jeremy Moore, el mismo que fue del campo de batalla a firmar la rendición de Menéndez el 14 de junio, habló de la determinación de los soldados argentinos que pelearon muchas veces hasta agotar las municiones desde posiciones que no abandonaban y que tuvieron que ser voladas por el aire con misiles Milan antitanque. Moore señaló que los soldados argentinos tuvieron que ser “prácticamente arrancados de sus puestos, a los que se aferraban como un caracol a su caparazón”.

En su libro No picnic, ya desde el título, el general de división Julian Thompson dejó por escrito uno de los testimonios más elocuentes en este sentido. Comandante de la 3º Brigada de Comandos de Infantería de la Marina Británica, Thompson se desempeñó como la máxima autoridad en tierra durante el desembarco y la primera parte del conflicto. En ningún momento de la posguerra dejó de señalar el coraje con el que habían peleado los argentinos y que, en sus palabras, “hubo momentos en que podría haber pasado lo contrario de lo que pasó».

¿García Márquez no poseía esa información cuando escribió sus opiniones? Bien. Pero ¿por qué mentir? ¿Por qué redactar una especie de delirio bélico de la humillación? Hay una razón. Esta vez no se trata solamente de un narrador arrobado en el vértigo de la exageración literaria. El objetivo primero de García Márquez era desacreditar a la dictadura argentina. Es muy probable que haya leído alguna carta, y haya hablado con alguien, pero resulta seguro que la mayor parte de su artículo son piruetas para empujar ese ataque. Como hizo el alfonsismo que amplió y consolidó estos idiotismos, los que pelearon fueron el fusible de esa puja política. Ellos, su historia, su verdad, su memoria, no importaban. Se los podía difamar y tildar de inútiles, castrados, violados y cobardes sin ningún tipo de vergüenza o pudor. Ni García Márquez ni el alfonsinismo pensaron en aquellos que fueron a Malvinas. ¿Cómo podían repercutir esas palabras en el ánimo y en la vida de esos mismo colimbas que decían describir? Mucho menos les importó el valor y el coraje, sobradamente probado de conscriptos, oficiales y suboficiales del Ejército, de marinos y aviadores. El fin último de sus operaciones políticas era desestimar, denunciar y comprometer a la dictadura. La guerra no les importaba. Por eso mismo García Márquez no duda en inventar datos o hechos que solo pueden haber salido de su poderosa imaginación.

Ahora bien, esta operación política en base al fraude tuvo una consecuencia directa. Instaló una serie de equívocos que aún hoy persisten en la sociedad argentina. Son íconos contemporáneos de los que cuesta mucho volver, a los que cuesta mucho desacreditar y que alimentan la muy conocida autodenigración local.

Todos los lugares comunes, repetidos incansablemente por miles y miles de personas desinformadas ya están ahí, en esas Malvinas humillantes de García Márquez: las zapatillas, los gurkas, los ingleses como invencibles, la trinchera como sinécdoque de la guerra, el combatiente como pusilánime. Otras especulaciones de García Márquez, por desgracia, son ciertas. Pero del conjunto destila un profundo sentimiento de denigración al soldado argentino que luego se expandió.

Recién a partir de la presidencia de Néstor Kirchner y gracias al trabajo diario y constante de los centros de veteranos y ex combatientes, que durante una muy larga posguerra militaron la causa Malvinas, tomó forma institucional un reclamo de respeto y consideración que la sociedad en su conjunto, acicateada por artículos como el de García Márquez, tardó en madurar. Hoy los veteranos de Malvinas ya no son “los locos de la guerra” y tienen el reconocimiento que merecen y que supieron ganar.

Gabriel García Márquez había dado a conocer la mejor parte de su obra cuando El País publicó “Las Malvinas, un año después”. Para 1983, el buen Gabo ya era una novelista y periodista reconocido por obras como Cien años de soledadEl otoño del patriarcaCrónica de una muerte anunciada y Relato de un náufrago. En 1981 había sido uno de los invitados de honor a la asunción de François Mitterrand. En 1982, el mismo año de la guerra, le otorgaron, nada menos, que el premio Nobel.  Esto quiere decir que cuando escribió “Las Malvinas, un año después” todo el mundo, no solo los salones literarios, las universidades y el periodismo interesado, lo estaba leyendo. Su voz era poderosa. Por su parte los que pelearon la guerra habían sido acallados. A veces por sus mismos superiores, a veces por la sociedad que les dio la espalda, a veces porque sus voces, desanimadas, no podían competir con la verborragia política y un periodismo por lo general confuso y confundido. Los protagonistas de Malvinas tuvieron que esperar mucho tiempo para empezar a contar sus verdades, que es la verdad de Malvinas. Hasta donde sé, Gabriel García Márquez nunca pidió disculpas por ese artículo. No por sus opiniones pero sí por sus mentiras. A la luz de las investigaciones que precedieron “Las Malvinas, un año después” habría sido lo correcto.»