En los últimos días de un viaje a México, y antes de empezar a volcar «impresiones de viaje», quise reflexionar sobre nosotros, los argentinos, y ellos, los mexicanos, preguntándome si existe una identidad común, un Nosotros más grande que nos engloba. Nada muy original, por supuesto: he escrito bastante en el blog sobre el asunto y muchos compatriotas lo han hecho con mayor profundidad: pensadores tan diferentes como Ugarte, Abelardo Ramos y Escudé. Mi amigo Alejandro Pandra se està esforzando en estos días en convocar a quienes estèn dispuestos a militar en la construcción de ese «Nosotros» iberoamericano…
Como creo que ya se han dado cuenta, mi inclinación es por el pensamiento práctico, aún a costa de la profundidad. Y por eso parto de una percepción directa: esa identidad común existe y cualquiera puede darse cuenta de ella: No es sólo el idioma: el castellano y el galaico-portuguès están, como dialectos, mucho más cerca que, por ejemplo, el catalán. Hay algo más importante: las diferencias, muy notorias, que hay entre un argentino y un mexicano, un colombiano y un brasileño, por ejemplo, son de un orden muy diferente a las que hay entre cualquiera de ellos y un alemán o un iraní. Como toda percepción directa, es inútil analizarla: se la percibe o no. Yo, como muchos otros, la percibo.
Ahora, esa inclinación por lo práctico que mencioné, me hace pensar si esa identidad común se refleja, o puede reflejarse en el futuro, en realidades concretas, como son la política y la economía. Sobre esto, recordé lo que uno de mis periodistas favoritos, José Natanson, escribió aquí cuando Kirchner fue elegido secretario de Unasur, hace ya unos cuantos meses. Me parece un excelente punto de partida, del que voy a copiar con alguna extensiòn, porque quiero agregar mis propias observaciones luego.
«Desde hace dos a o tres décadas, lo que antes se conocía como “América latina”, el inmenso y diverso territorio ubicado al sur del río Bravo, se ha ido dividiendo. México, Centroamérica y el Caribe se encuentran ya irremediablemente atados a Estados Unidos, tal como demuestran algunos ejemplos sencillos: un tercio de la población de El Salvador (3,1 millones) vive en Estados Unidos; el 80 por ciento de las exportaciones mexicanas se dirige a ese país y el 67 por ciento de la inversión extranjera proviene de allí; Nicaragua, pese al gobierno sandinista, la sociedad con Hugo Chávez y el ingreso al ALBA, no se ha salido del Tratado de Libre Comercio firmado con Washington, por la sencilla razón de que implicaría la bancarrota inmediata.
En suma, todos estos países se encuentran vinculados con la megapotencia en términos comerciales y económicos, políticos y migracionales, de seguridad (todos forman parte del segundo perímetro de defensa estadounidense), y también, por supuesto, culturales, realidad fácilmente comprobable en algunos anglicismos obvios (en el Caribe y Centroamérica se les dice “carro” a los autos) y en la reacción en espejo generada en Estados Unidos, cuyo último ejemplo es la ley anti-inmigrantes sancionada en Arizona pero cuya manifestación intelectual más importante es el libro filoxenófobo de Samuel Huntington, «Quiénes Somos».
Nada de esto sucede en América del Sur. Un solo país, Ecuador, opera con el dólar como moneda, uno solo. Venezuela tiene una fuerte dependencia comercial con Estados Unidos (el hecho de que ambos cuenten con gobiernos bolivarianos le añade interesantes matices al asunto). Y solo uno, Colombia, cuenta con bases norteamericanas en su territorio. Con estas salvedades, América del Sur se afirma como una región diferente, una región que, sobre todo desde que Estados Unidos reorientó su energía bélica a Medio Oriente, luce cada vez más autónoma.
Autónoma e interconectada. El intercambio comercial entre los países sudamericanos es cada vez más intenso: Brasil, por ejemplo, es el principal socio comercial de Argentina, Colombia lo es de Venezuela y Ecuador de Colombia. Las inversiones internas también aumentan, tal como lo demuestra la penetración de las multinacionales brasileñas en varios países de la región (el hecho de que la cerveza-emblema argentina, Quilmes, hoy sea propiedad de la Brahma es sintomático). Y esto se refleja a su vez en las lógicas del transporte y la infraestructura: quizá la mejor ilustración de ello sea la construcción del segundo puente sobre el río Orinoco, en Venezuela, de 156 metros de longitud, cuatro canales vehiculares y una vía férrea, a un costo de 1220 millones de dólares, financiado por el gobierno de Lula a través del BNDES, con el objetivo de abaratar los costos de flete para los productos brasileros que se exportan a los mercados del Atlántico. Por último, la interconexión energética también aumenta, y crea lazos de dependencia mutua: Brasil se abastece de gas en Bolivia, Argentina le compra fuel oil a Venezuela, Chile adquiere gas a la Argentina, Brasil le compra energía eléctrica a Paraguay y Venezuela –aunque usted no lo crea– importa gas desde Colombia.
Todo esto define una región más densa, donde los países que la conforman dependen cada vez más el uno del otro, a lo que se suma el dato, a menudo soslayado, de que América del Sur se afirma como un espacio de paz, de hecho uno de los pocos que hoy existen en el planeta (el conflicto colombiano, la única excepción, no es una guerra entre Estados sino una “guerra civil de baja intensidad” que, desideologización de la guerrilla mediante, asume, cada vez más, la forma de una clásica lucha contra el crimen organizado). Por todos estos motivos, América del Sur conforma lo que Félix Peña define como un “subsistema regional diferenciado” (“La gobernabilidad del espacio geográfico regional Sudamericano”, UNAM). Un espacio que, como las mujeres que realmente valen la pena, tiene su propia personalidad, su carácter.
Por eso, la Unasur no es una creación artificial sino un proyecto institucional que parte de una realidad geopolítica concreta. Dicho esto, conviene poner las cosas en su lugar y aclarar que el gran protagonista de todo el asunto no es ni Argentina ni Venezuela sino Brasil. Desde que en el 2000 Fernando Henrique Cardoso convocó a la primera cumbre de presidentes sudamericanos en Brasilia con el proyecto de crear una Comunidad de Naciones Sudamericanas, Brasil ha desarrollado una intensa política regional, que incluye una avanzada de comercio e inversiones y un esfuerzo estabilizador de crisis políticas (esfuerzo que, contra lo que sostienen algunos lulistas, no fue un invento del actual gobierno brasileño, tal como demuestra el activo rol desempeñado por Itamaraty en la guerra entre Ecuador y Perú de 1995 y en el intento de golpe en Paraguay de 1996, aunque es cierto que Lula actuó con más fuerza y rapidez, enviando siempre a su bombero regional, el asesor Marco Aurelio García, a apagar los fuegos de Venezuela, Bolivia y Ecuador-Colombia).
Pero, ¿por qué Brasil se ha lanzado a la tarea de institucionalizar el espacio sudamericano mediante la creación de la Unasur? ¿Por qué no se afirma nacionalmente en lugar de proyectarse en la región? Como sucede siempre, la explicación hay que buscarla en el interés antes que en el amor. Con el 47 por ciento de la superficie de Sudamérica, límites con 10 de los 12 países de la región y un PBI que equivale a cuatro veces el de Argentina, cinco veces el de Venezuela y 80 veces el de Bolivia, Brasil es consciente de que su prosperidad económica depende de la de sus vecinos. Hoy Brasil tiene superávit comercial con todos los países sudamericanos salvo Bolivia, y sus empresas constituyen la principal fuente de inversiones en unos cuantos, incluyendo Argentina. Y como no sólo de dinero vive el hombre, su estabilidad política también depende en buena medida de la de su entorno, ya que un conflicto en Bolivia o un intento de golpe en Venezuela pueden complicar sus planes de largo plazo.
Como señala Mónica Hirst (“Los desafíos de la política sudamericana de Brasil”), la afirmación de una plataforma regional es clave para la proyección internacional del país, que incluye desde su participación en el G-20 a su política hacia Africa, de su aspiración a una banca permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU a su alianza con Rusia y China. El salto de Brasil a las grandes ligas mundiales exige su previa consolidación como referente regional, lo que explica que haya decidido crear una institución sudamericana que le permita excluir al otro gigante latinoamericano (México) e imponer una sana, aunque cautelosa, distancia respecto de Estados Unidos»
Hasta ahí, Natanson. Y me parece muy realista su evaluación. Pero este análisis deja afuera un aspecto que – al menos para los argentinos – debería ser importante ¿Qué hacemos nosotros – ese nosotros más específico, el que corresponde al Estado Nación que hemos heredado y que es el único con el que contamos – los argentinos? ¿Cuál puede ser nuestro rol en éste escenario?
Por mi parte, descarto tanto la actitud, comprensible, de algún corresponsal de este blog que acepta resignado un seguidismo de Brasilia, que prefieren, por esas razones de identidad común al de Washington, como la de otros corresponsales, a los que su hostilidad y/o desconfianza del Brasil los lleva a querer ignorarlo, y a desear que Argentina estuviera en otra vecindad geográfica, por ejemplo, en el Círculo Polar Ártico. Pero Argentina está donde está.
Esto no quiere decir que tenga una respuesta propia, elaborada. Ese pensamiento práctico me dice que Argentina no puede asumir un rol iberoamericano si antes no afirma un proyecto y una unidad nacional. A nosotros se aplica con más fuerza lo que dice de Brasil justamente Marco Aurelio García, con realismo lusitano: «Para ser líder se requieren muchos recursos. Y nosotros todavía somos pobres«: Pero eso no nos exime de tener una política para la región. Si no la hacemos, otros la harán para nosotros.
Las observaciones que prometì: Una: Argentina está mucho más presente en México, en la mayoría de los países latinoamericanos, que Brasil. También es una percepción directa, que se basa en una historia editorial, de educación y hasta en las telenovelas y los turistas. Como es muy visible que Brasil está muuucho más presente en EE.UU. y Europa Occidental que la Argentina.
Otra: Una lógica geopolítica elemental hace que Argentina tienda a equilibrar el peso de Brasil acercándose, en algunos temas vitales, a los EE.UU. Presidentes tan distintos como Menem y los Kirchner – por toda la amistad con Chávez de estos últimos – han tomado posiciones en Medio Oriente – el único lugar donde la megapotencia está implicada militarmente – favorables a la posición yanqui. Y tengamos presente que mucho antes, en la década del ´60, la previa actitud argentina fue decisiva para que Brasil firmara el Tratado de No Proliferación.
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