Se me ocurre que los fines de semana – antes del rito del análisis político dominical – puede ser una buena ocasión para postear temas menos de coyuntura. Los «findes» donde no hay una coyuntura que se nos cae encima, como pasa a menudo en nuestro país (¿Lo de Boudou? No, no da para más que el posteo que ya le dediqué. Es más, considero que es un error de la oposición hacer tanto ruido con ese tema ahora, cuando falta mucho para las elecciones. No es que el vice estaba cumpliendo un rol decisivo).
Voy a probar. Hace algunos días que quería subir esta nota de mi amigo Ezequiel Meler, graduado con honores como Profesor y Licenciado en Historia en la UBA. Porque es un análisis breve y lúcido, a la vez. Y también porque nos introduce los conceptos con los que trabajan ahora los historiadores profesionales (Todos los argentinos somos historiadores aficionados; yo tengo algunas opiniones, pero quedan para otro posteo).
«¿Qué se festeja un 25 de mayo? Según una tradición historiográfica que puede remontarse a Bartolomé Mitre, se trata del primer paso en el rumbo de la independencia argentina, tomado por un grupo de preclaros revolucionarios que contaban con el apoyo de la población e interpretaban su destino. En esta clave romántica, mayo es Mayo: el momento que marca el bautismo de la Nación Argentina, ya esbozado en la resistencia popular a las invasiones inglesas.
Existen variantes de este pensamiento, como aquellas que adscriben la revolución a un grupo social determinado, a un conjunto de intereses económicos, a un sujeto preexistente, etc. En todos los casos, el error es el mismo: la Nación Argentina, resultado fortuito de un proceso que llevaría más de 40 años, se coloca en el origen del proceso, cuando en rigor es apenas su conclusión.
Una mirada más atenta notaría algo que la explicación aldeana recién provista no alcanza a tomar en su justa medida: el carácter continental de Mayo. Como señaló Jorge Gelman, “el sólo hecho de que en un lapso de 15 años se produjeran movimientos que llevaron a la independencia a casi todas las colonias españolas de América no puede dejar lugar a dudas de que se trataba de un proceso que excedía a cada una de ellas.”
De hecho, en los trabajos de Tulio Halperín Donghi se propuso por primera vez una interpretación alternativa. Mayo comenzó a ser apenas el resultado del colapso de los imperios ibéricos a manos de las tropas napoleónicas, y muy especialmente, de las abdicaciones de Bayona de 1808, por las cuales Fernando VII y Carlos IV cedieron sus derechos reales a Napoléon Bonaparte, quien a su vez hizo lo propio a favor de su hermano José. Estas abdicaciones, que fueron aceptadas por el grueso de las autoridades realengas españolas, desataron una reacción popular adversa y una serie de acontecimientos tales que, tan temprano como en 1825, no existía en América otra colonia americana fuera de Cuba, y en cambio habían aparecido en el mapa un vasto conjunto de naciones en trámite entre las cuales debe anotarse a la propia España.
En rigor, los propios protagonistas lo dicen. Para Manuel Belgrano, por ejemplo, “pasa un año [de las invasiones inglesas] y he aquí que sin que nosotros hubiéramos trabajado para ser independientes, Dios mismo nos presenta la ocasión con los sucesos de 1808 en España y en Bayona. En efecto, avívanse entonces las ideas de libertad e independencia en América y los americanos empiezan por primera vez a hablar con franqueza de sus derechos.”
Nótese de paso algo que la historiografía no ha dejado de marcar: en el uso de la época, la “independencia” no significaba, como ahora, una situación de derecho, ni tampoco una declaración de libertad absoluta, sino que se utilizaba como sinónimo de lo que podríamos llamar autonomía. Y hablamos de autonomía, en efecto, porque esa fue una de las alternativas exploradas tras los sucesos de 1810, no sólo aquí, sino en otras tierras: la alternativa de declarar la independencia absoluta, tal y como la entendemos, sólo fue tomada en un peculiar contexto en que se habían agotado previamente otras opciones y en particular la reforma del Imperio y la concesión de derechos a los americanos. En tanto dicha vía quedó cerrada, a partir de 1814, por la reacción absolutista de Fernando VII una vez repuesto en el trono, el horizonte de una guerra que hasta entonces era civil se convirtió entonces en algo más, en una guerra revolucionaria por la independencia –ahora sí, absoluta- no ya de España, sino de cualquier otra potencia extranjera, como bien lo señala la declaración correspondiente.
Pero nos estamos adelantando. En 1810, nada de eso estaba claro. Quienes debían formular los primeros pasos de una política local computaban como móviles la posible intervención de Portugal, Inglaterra o la propia Francia, y reaccionaban, antes que nada, contra un hecho que no tenía antecedentes ni solución lógica: la existencia de un trono vacante –peor aún, ocupado por un plebeyo extranjero- en el marco de una monarquía compuesta, que no contemplaba alternativas legales para dicho escenario. Seguramente, habría entre ellos algunos pocos iluminados que buscaban ir más allá, pero no eran la mayoría – apenas una minoría intensa, como diríamos ahora. Pues, al fin y al cabo, ni siquiera estaba claro que los hechos desatados por Napoleón –incluida la ocupación de España- fuesen reversibles a corto plazo.
¿Qué se festeja, entonces, los días 25 de mayo, si la Nación y la independencia tal como la entendemos no estaban en la agenda? Sencillamente, se festeja que, en este rincón del mundo, llegó entonces la hora de la política. Una política que puede presumir de popular, pues alcanza a una ciudad particularmente movilizada por las invasiones inglesas, donde casi uno de cada cuatro habitantes es un miliciano armado en defensa de su terruño. Una política que no carece de inventiva, pero que esconde pocos secretos. Lejos nos encontramos de la tradición que cree adivinar en la rutilante declaración de fidelidad al rey el enmascaramiento de otros propósitos: lisa y llanamente, para los contemporáneos el futuro es incertidumbre y análisis de alternativas.
¿Cuándo nace, entonces, la Nación argentina? Hay, por supuesto, distintas cronologías, pero la mayoría de los historiadores e historiadoras profesionales que se forman en nuestras universidades nacionales ubica los albores de este proceso a mediados de siglo XIX, cuando finalmente caen las últimas barreras que frenaban la organización del Estado.
Y para la identidad nacional que hoy conocemos, habrá que esperar todavía más, hasta el surgimiento del sistema de educación pública de finales de siglo XIX».