Hoy 27 de mayo cumple 100 años el Dr. K, de quien dije hace tiempo que era el estadista más lúcido entre quienes han sido imputados por crímenes de guerra. Es de algún modo inevitable para un argentino tener presente este aspecto de su trayectoria al hablar de él. Recordar su admonición a la Junta Militar en 1976: «Lo que tengan que hacer, háganlo rápido«.
(Supongo que también es inevitable para un vietnamita, aunque es un pueblo que ha demostrado ser más pragmático que nosotros).
Aquí no quiero hacer hincapié en eso. En las guerras se mata gente, es la actividad principal. Y Kissinger, que estaba defendiendo los intereses de su país de adopción, los EE.UU., ha vivido sus 100 años en un mundo en que las naciones o están en guerra o deben prepararse para estarlo alguna vez. Quizás el pragmatismo de los vietnamitas se debe a lo tienen más claro que nosotros.
Mi intención en estas líneas -superficiales y breves, como casi siempre- es plantear que el mundo actual, y el de las próximas décadas, no es exactamente obra del Dr. K -muchos entre los otros miles de millones de seres humanos que compartido el planeta en estos 100 años alguna responsabilidad cabe- pero tiene mucho que ver con la lucidez, y las limitaciones, de su mirada.
Durante su larga vida escribió muchos libros -tengo entendido que ahora está terminando otros dos- todos interesantes y bien escritos. Aunque, hay que decirlo, alguno es bastante convencional en sus apreciaciones, con la evidente intención de no ofender a gobiernos que todavía podrían consultarlo. Algunos, como «Diplomacia», son imprescindibles. Pero el que ha quedado más en mi memoria, después de largas décadas, es el que escribió en 1957, creo, sobre la base de su propia tesis de graduado «Un mundo restaurado».
Trata sobre l a diplomacia de Castlereagh, Metternich y los problemas de la restauración de la paz en Europa despues de las guerras napoleónicas. En nuestro idioma se publicó con un subtítulo bastante acertado «La política del conservadurismo en una época revolucionaria«, que apunta al hecho que describe un período relativamente corto: desde 1814, después de Waterloo, hasta 1848, cuando Metternich debe huir de Viena por las revoluciones de ese año.
La nuestra no parece ser, hasta ahora, revolucionaria, salvo en la tecnología. Pero las ideas de ese fascinante libro reflejan e pensamiento básico del entonces joven Henry Alfred Kissinger: que la búsqueda de la seguridad nacional a través de una hegemonía indiscutida conduce al enfrentamiento con todos los otros actores del sistema internacional y de ahí al desastre. Que sólo buscando el equilibro del poder, siempre cambiante, puede obtenerse una paradógica estabilidad. Y que es necesario un principio legitimador, aceptado por la mayoría de los actores del sistema.
Metternich y los otros estadistas europeos posteriores a Napoleón creyeron encontrarlo -por un tiempo- en la legitimidad monárquica. Kissinger lo vió, a lo largo de toda su carrera y hasta hoy, en los intereses nacionales de las potencias, globales y regionales. Es decir, de todos los países que tienen una base económica significativa y una fuerza militar disusasoria, al menos en conflictos locales. En esa categoría ha incluido a países tan distintos como Brasil e Irán. No parece que haya considerado en esta categoría a la Argentina, y no sé si hoy se lo puedo reprochar intlectualmente.
Tengo que decir que no creo se deba a la indidable inteligencia de Kissinger que este principio guía -los intereses nacionales de los actores que pueden hacerlos respetar- se haya mantenido como criterio básico de las relaciones internacionales por mucho más tiempo que la legitimidad monárquica. Toda su vida adulta -como la todos los seres humanos que hoy viven- ha estado bajo la sombra de las arnas nucleares. Usadas en guerra por 1ra. y única vez en 1945, pero que según el consenso de los estados mayores -gente que está obligada a ser realista- son demasiado destructivas para garantizar que el propio país no sufra daños irreparables.
Entonces, la política del equilibro de poder -que incluye tener presente la capacidad del «Otro Lado» de defender sus intereses irrenunciables- que el Dr. K defendió con insistencia -y que en los años de la guerra de Vietnam le ganó la desconfianza y hasta el odio de los sectores más belicistas de los EE.UU., se mostró como el mejor camino para defender los intereses de su país. Y hasta brindarle una breve década, los ´90- de hegemonía.. global, tras el derrumbe sin guerra de la URSS.
Por eso encabezo este posteo casual con una foto icónica, Henry Kissinger y Zhou Enlai, cuando en 1971 «juntaban las cabezas» de Nixon y Mao para modificar el equilibrio global. Sin necesidad de bombardear.
Claro, hoy las dos Grandes Potencias enfrentadas son China y los EE.UU. Y el crecimiento del poder de una y el temor que provoca en la otra ese crecimiento, como señalaría Tucídides, hace más probable un enfrentamiento militar con consecuencias apocalípticas para el planeta.
Kissinger nunca creyó ni cree en los principios morales como principio otrientador de la política exterior. En realidad, les desconfía, especialmente en su propio país. Lo llama el «impulso wilsoniano» de imponer los valores democráticos a otros países por la fuerza (No dice que es hipocresía; siempre puede convocarlo un gobierno de los Demócratas). Tampoco deposita fe en los organismos internacionales. Pero -como ha quedado demostrado- la búsqueda del propio interés, aunque se haga con prudencia y astucia, tampoco brinda garantías a largo plazo.
Pero es su cumpleaños, y no quiero terminar en una mala nota. Reproduzco a continuación una exhortación que Kissinger hizo hace 9 años, cuando se encendía la mecha que llevó a la guerra en las llanuras de Ucrania. Una politica egoista es mejor que no sea conducida por idiotas. Feliz cumple, Dr. K.
«La discusión pública sobre Ucrania (dentro de los EE.UU.) gira en torno a la confrontación únicamente. Pero ¿sabemos hacia dónde vamos? En mi vida he visto cuatro guerras, que comenzaron con gran entusiasmo y apoyo público. No sabíamos cómo terminarlas a todas ellas y de tres nos retiramos de forma unilateral. La prueba de la política es ver de qué forma termina una guerra, no cómo comienza.
Con demasiada frecuencia, el tema Ucrania es planteado como un momento decisivo que consiste en ver si Ucrania se suma al Este o al Oeste. Pero si Ucrania desea sobrevivir y prosperar, no debe ser la avanzada de una parte contra la del otro. Debería funcionar como un puente entre ambas.
Rusia debe aceptar que tratar de forzar a Ucrania a un status de satélite, y volver a mover las fronteras de Rusia, condenaría a Moscú a repetir su historia de ciclos autocumplidos de presiones recíprocas con Europa y Estados Unidos.
Occidente debe entender que para Rusia Ucrania nunca puede ser un mero país extranjero. La historia rusa comenzó en lo que se llamaba el Rus de Kiev. La religión rusa se propagó desde allí. Ucrania fue parte de Rusia durante siglos y sus historias estaban ligadas desde antes. Algunas de las batallas más importantes por la libertad rusa, empezando por la de Poltava en 1709, se libraron en suelo ucraniano. La flota rusa del Mar Negro – con la que Rusia proyecta su poderío en el Mediterráneo – tiene su base en Sevastopol, Crimea. Hasta disidentes muy renombrados como Aleksandr Solzhenitsyn y Joseph Brodsky insistían que Ucrania era parte integrante de la historia rusa y de Rusia, de hecho.
La Unión Europea debe reconocer que su demora burocrática y subordinación del elemento estratégico a la política interna al negociar la relación de Ucrania con Europa contribuyó a convertir una negociación en una crisis. La política exterior es el arte de establecer prioridades.
Los ucranianos son el elemento decisivo. Viven en un país con una compleja historia y una composición políglota. La parte occidental fue incorporada a la Unión Soviética en 1939, cuando Stalin y Hitler se dividieron el botín. Crimea, con una población que es rusa en un 60%, se volvió parte de Ucrania en 1954, cuando Nikita Kruschev la entregó como parte del festejo de los 300 años de un acuerdo ruso con los cosacos. La parte occidental es mayormente católica. La parte oriental rusa ortodoxa en su mayoría. El oeste habla ucraniano. El este, ruso mayormente. Cualquier intento de una parte de Ucrania para dominar a la otra – como ha sido la norma – conduciría a la larga a una guerra civil o fragmentación. Tratar a Ucrania como parte de una confrontación Este-Oeste hará desaparecer por décadas toda perspectiva para unir a Rusia y Occidente – Rusia y Europa en especial – en un sistema internacional de cooperación.
Ucrania es independiente desde hace nada más que 23 años. Y desde el siglo XIV ha estado bajo algún tipo de dominio extranjero. No sorprende entonces que sus dirigentes no hayan aprendido el arte del compromiso, y mucho menos de la perspectiva histórica. La política de la Ucrania post independencia demuestra claramente que la raíz del problema radica en los esfuerzos de los políticos ucranianos para imponer su voluntad en partes reacias del país, primero por parte de una facción, después por otra. Esa es la esencia del conflicto entre Viktor Yanukovich y su principal rival política, Julia Timoshenko. Representan a las dos alas de Ucrania y no quisieron compartir el poder. Una política norteamericana inteligente hacia Ucrania buscaría una forma para que los dos sectores del país cooperen entre sí. Debiéramos buscar la reconciliación, no el dominio de una facción.
Rusia y Occidente, y mucho menos las distintas facciones de Ucrania, no actuaron según este principio. Cada uno empeoró la situación. Rusia no estaría en condiciones de imponer una solución militar sin aislarse, en un momento en que muchas de sus fronteras ya son frágiles. Para Occidente, la demonización de Vladimir Putin no es una política. Es una coartada a su ausencia.
Putin debiera darse cuenta de que, al margen de sus reclamos, una política de imposiciones militares generaría otra Guerra Fría. Por su parte, Estados Unidos necesita evitar tratar a Rusia como un pervertido al que se le deben enseñar pacientemente reglas de conducta creadas por Washington. Putin es un estratega serio – según las premisas de la historia rusa. La comprensión de la psicología y valores norteamericanos no es su fuerte. Como tampoco lo fue la comprensión de la psicología e historia rusa para los políticos estadounidenses«.