Este es uno de los títulos, y de las ideas, menos originales que subí al blog. Y eso que me copio bastante. Así que sólo voy a escribir algunas observaciones breves que se me ocurren ahora, programo el post para mañana y me voy a dormir. La emoción también te deja cansado.
Eso sí, mantengo mi costumbre de empezar aclarando los tantos. El fútbol es esfuerzo y es arte, pero no es, no puede ser, lo que pedía el filósofo que buscaba un equivalente moral de la guerra. No obliga al esfuerzo organizado de toda una sociedad, de una nación. No exige a todos ese esfuerzo. Los que ponen el cuerpo y el alma son los jugadores, el DT, el cuerpo técnico. Los demás, alentamos, a lo mejor mantenemos algunas cábalas.
Pero el fútbol, bah, los Mundiales, cada cuatro años, pueden conseguir una emoción colectiva, un entusiasmo generoso, porque no tiene ni pide ninguna recompensa más allá de esa emoción. En un país amarga, venenosamente dividido como el nuestro -y como bastantes otros- esos muchachos corriendo detrás de una pelota, nos unen a (casi) todos por encima de cualquier grieta. Y, si son hábiles, geniales en algunos momentos, como lo son los nuestros, y los dioses del fútbol nos sonríen, nos dan la alegría del triunfo. Sin muertes, sin destrucción, a lo sumo alguna patada. Sí, en eso es el equivalente moral de la guerra.
No crean, no me creo, que esa emoción colectiva que vemos en las calles «supera las divisiones». No. Un montón de nosotros se aferra a sus odios digitales (lo pongo así porque se nota sobre todo en twitter). Y se seguirán aferrando, porque forma parte de su identidad. Son Unos porque no son como los Otros.
Pero esa emoción que sentimos nos recuerda que es posible tener un amor en común. Y el amor no siempre es más fuerte que el odio -bah, la mayoría de las veces no lo es- pero nos hace sentir mejores. Y hasta nos ayuda a serlo.